WASHINGTON, enviado especial. Incómoda, se nota que no es su espacio natural. Hillary Clinton comparte un acto en Cleveland con el basquetbolista Le Bron James, quien ya había hecho declaraciones públicas contra Donald Trump. ¿Qué lleva a los demócratas a buscar el respaldo de figuras del deporte a menos de 48 horas de la elección? Incertidumbre y miedo. Está claro que el resultado está abierto y que el establishment político, económico, mediático, cultural y ahora también deportivo teme lo que pueda pasar si el millonario es elegido presidente de la nación más poderosa del mundo.
Pero, ¿qué pasó? ¿Por qué la democracia fundadora, formateada para impedir excesos y desbordes "populistas", está a un paso de caer en manos de un outsider, un aventurero con una vida personal polémica y con contradicciones permanentes en cuanto a sus planes de gobierno?. Si Hillary lo pregunta, su marido le podría dar la respuesta, se la podría dar Bill: "Es la economía, Hillary".
La mayoría de los medios hace rato que definieron su voto. Hillary es la elegida. No será buena, dicen, pero es mejor que Trump, a quien casi inconscientemente auparon al éxito fascinados con sus excesos y su verborragia. Es mucho más atractivo mediáticamente cubrir las barbaridades que dice Trump que las declaraciones siempre políticamente correctas de Hillary. Pero ahora, arrepentidos, desnivelan la cancha y apuntan con todas las luces a mostrar lo nefasto que es Trump. Que lo es. Y dejan en segundo lugar las contradicciones políticas, no personales, que tiene Hillary.
Pero, si nos quedamos con la caricatura de Trump que nos muestran los medios, no logramos entender por qué este hombre puede llegar a ser presidente con el respaldo de una mayoría de los norteamericanos. Trump es prácticamente todo lo malo que los medios muestran que es y los norteamericanos lo saben. Los que lo apoyan y los que lo detestan, pero es también la piedra que encontraron muchos de ellos para arrojarle a un sistema que sienten que les quitó el leit motiv que alimentó este país por años: el sueño americano.
En efecto, desde el '80 para acá, la distribución del ingreso ha ido empeorando en EE.UU. (y en el mundo), actualmente hay más de 40 millones de pobres y el 1 por ciento de la población tiene el 40 por ciento de la riqueza. En este marco, la idea de que el que se esfuerza y trabaja duro puede salir adelante está en crisis. Y quienes sienten que eso no funciona más no son los inmigrantes latinos, que, aún en las peores condiciones, están mejor de lo que estaban en sus países. Ni los afroamericanos, a quienes nunca les funcionó del todo (ni a todos). Si no los blancos empobrecidos. Que no es lo mismos que pobres.
Hay una dimensión casi psicológica para explicar esto. No es lo mismo haber nacido pobre, hijo de pobres (como los inmigrantes latinos) que haberse empobrecido y estar peor que tus padres, o el temor a que tus hijos vayan a estar peor. Los trabajadores blancos están enojados y Hillary no puede esconder su responsabilidad en las causas de ese enojo. Fue primera dama en los '90, senadora en los primeros años de este siglo y secretaria de Estado en el gobierno de Barack Obama. La cuenta es clara: Hillary es el sistema.
Trump lo vio y metió el cuchillo en esa herida. Sin demasiados compromisos (hasta tradicionales millonarios aportantes republicanos como los hermanos Koch declinaron respaldarlo) no se privó de apuntar a compañías como Ford o Carrier, por llevarse sus fábricas a México, y en sus publicidades se ve a un joven y sonriente Bill firmando el Tratado de Libre Comercio con México (Nafta), que favorece esos traslados.
La xenofobia y racismo de los americanos pobres no aparece porque son malas personas. Surge desde los profundos (y oscuros) fondos de la cultura, pero emerge porque esos norteamericanos se ven ahora o en breve compitiendo por un puesto de trabajo en el área de los servicios (siempre peor pagos) con los inmigrantes latinos que no tienen (casi) nada que perder. Entonces, el racismo tiene una explicación política y económica: se alimenta del miedo y la frustración. Nada que no haya sucedido antes en el mundo.
Pero, entonces, ¿por qué no se pudo prever y evitar? EE.UU. sigue votando un día laborable para evitar avalanchas de (malos) humores coyunturales, para que solo voten los que verdaderamente están interesados en hacerlo y no participen los que creen que nada cambia con el voto.
La globalización tiene dos caras. Una, la más amable, nos muestra un mundo que después de la Segunda Guerra Mundial (en términos históricos hace cinco minutos) proclamó los derechos del niño; un mundo donde las mujeres eligen y son cada vez más elegidas para ocupar espacios de poder; un mundo donde la discriminación por sexo, raza o religión -aunque persiste- cada vez tiene que dar más explicaciones; un mundo casi sin fronteras para viajar, consumir e incluso con libertades crecientes para el sexo (duro) y las drogas (blandas).
Pero, sosteniendo todo ese andamiaje, aparece un capitalismo financiero que concentra la riqueza en cada vez menos manos y promueve políticas de austeridad para las mayorías. En ese contexto, claro que la negociación política tiene cada vez menos adeptos y la corrección política genera cada vez menos entusiasmo. Muchos estadounidenses asocian la corrección política con el empeoramiento objetivo de sus condiciones de vida. Por eso y no solo por machismo -que existe- reniegan de una mujer presidente.
Trump claramente no está en contra del capitalismo. Él es un capitalista pero, como bien aprendió la izquierda en el mundo, los trabajadores no quieren hacer revoluciones para apropiarse de los medios de producción. Quieren ganar buenos sueldos y eso es cada vez más difícil en un EE.UU. con bajo desempleo pero con salarios también bajos.