¿Cómo se dice “retruco” en Brasil?

Nada hay de sorprendente en las revelaciones que surgen de las grabaciones de Joesley Batista que han dejado en evidencia a Michel Temer y a su socio Aécio Neves. Lo que ha causado sorpresa es la reacción del primero, con su doble negativa a renunciar. Sin embargo, basta dar dos pasos hacia atrás para apreciar las cosas desde una perspectiva más amplia para entender que esta sorpresa tampoco está justificada.

 

Ante todo, ya sabíamos que los dirigentes más influyentes que se encaramaron en el gobierno mediante la destitución de la presidenta Dilma Rousseff tenían en común el hecho de estar siendo investigados por distintos casos de corrupción. Más aún: uno de los motivos que anudaron el pacto por el cual tránsfugas del oficialismo y la oposición acordaron deshacerse de la presidenta fue la expectativa de que el control del gobierno podría servir para ponerle freno al celo investigativo del Ministerio Público Fiscal y la Policía Federal. El más gráfico al respecto fue Romero Jucá, hoy jefe del bloque del actual oficialismo en el Senado, que fue grabado cuando discutía con uno de los ejecutivos acusados de pagar sobornos dentro del esquema del petrolão la necesidad de sacar a Dilma para “parar la hemorragia” que estaban provocando los procesos judiciales contra corruptos y corruptores. Aunque los hechos hayan demostrado hasta ahora que esa pretensión de apagar el celo judicial se reveló fútil, aferrarse al gobierno sigue siendo al menos un escudo de inmunidad para, por ejemplo, los delitos cometidos por Temer antes de llegar al Palacio del Planalto, por los que no puede ser juzgado mientras detente la banda presidencial. Del mismo modo, senadores como Jucá saben que les será más fácil evitar ser destituidos por sus pares (como ha sido su caso) mientras haya recursos presupuestarios del gobierno a mano para financiar la malentendida solidaridad de sus colegas. Vista desde esta perspectiva, la renuncia de Temer sería un comportamiento irracional.

 

Por otro lado, mal haríamos en reducir el acuerdo que funda el gobierno de Temer a los términos de una asociación ilícita. Es sencillo ceder a la tentación de ver su gestión como el despliegue de una visión tan amoral como corta, cuando en realidad se trata de un proyecto paradójicamente principista. El instinto de supervivencia de una entera élite política que naturalizó la corrupción como único lubricante de la máquina electoral y de gobierno es el complemento de un acuerdo ideológico y de intereses que es el que proveyó de impulso vital al proceso de impeachment: el viejo proyecto de desmontar la “constitución ciudadana”. En efecto, Temer y sus aliados han sido implacablemente eficaces en la implementación de una agenda que no se limita a un ajuste coyuntural sino que pretende extirpar del edificio constitucional y legal una serie de derechos que son vistos como obstáculos al crecimiento económico. La enmienda constitucional que congeló en términos reales el gasto primario del gobierno por diez años, aprobada en diciembre, es el cimiento del proyecto que llevó a Temer a desplazar del sillón presidencial a su compañera de fórmula, y las vigas centrales del mismo son la reforma laboral y la reforma de la seguridad social cuyo proceso de adopción venía avanzando raudo hasta que se conocieron las grabaciones. Toda la inversión realizada en montar una coalición de confección trabajosa para hacerse de Dilma y tomar control total de la agenda parlamentaria se desvanecería en el aire si no se llevaran a buen puerto estas iniciativas.

 

Una lectura apresurada de la situación lleva a presumir que Temer canta retruco contando sólo con el cuatro de copas de una opinión pública que reprueba su conducta delictiva. Bien mirado, sin embargo, tiene al menos una carta que le permite forzar a que los demás evalúen cuánto están dispuestos a perder en esta ronda.

 

Abunda la evidencia de que la apuesta de Temer ha forzado a una evaluación de riesgos a los demás tahúres sentados a la mesa del juego político brasileño. Muchos jugaron sus cartas antes que él: la mayoría de éstos se pronunció por la renuncia, desde el ex-presidente Fernando Henrique Cardoso hasta el líder de la derecha tradicional en el Senado, Ronaldo Caiado. Otros, en cambio, orejean sus cartas y pasan señas falsas: el ministro de Cultura, Roberto Freire, renuncia, pero dice que su partido no deja de apoyar al gobierno; el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), la fuerza que perdió las últimas elecciones pero igual gobierna, posterga una definición hasta que pueda reunirse con Temer. Entre estos últimos, ninguno omite referirse a lo que venimos de subrayar que importa: tal vez sigan apoyando, pero la única condición que ponen es que se siga adelante con las reformas pendientes. En medio de la simulación y la rapiña, un argumento honesto. Un argumento que tiene la belleza de hacer parecer principistas a los oportunistas, pero, en este caso, porque están defendiendo un principio.

 

La angustia por el destino de las reformas se desnuda todos los días desde el inicio de esta crisis en las páginas (y sobre todo en la primera plana) de Folha de São Paulo, una de las usinas del impeachment de Dilma. “Inconclusivo” fue el adjetivo que usó para calificar el contenido de la grabación de la conversación entre Temer y Batista. En ningún lugar como en el diario paulista están en ebullición las dudas acerca del camino a tomar. La postura orgánica de Folha contrasta con la agilidad para saltar del barco averiado de O Globo, que dio la primicia y se ha transformado en el abanderado de la exigencia de renuncia, postura que probablemente obedezca al mandato primario de vender más diarios, tener más rating y atraer más clics hacia su portal de noticias.

 

Los tiempos, claro, no son sólo el tiempo legislativo de las reformas, sino el tiempo electoral. Los que prefieren, de manera “inconclusiva”, la continuidad de Temer saben que su salida probablemente desencadenaría una reforma constitucional express y una convocatoria al pueblo a las urnas, dejando de lado la elección indirecta prevista por la constitución en caso de vacancia de la presidencia. De ser éste el caso, no habría tiempo para que el ex-presidente Lula pueda ser, eventualmente, descalificado para competir por una (eventual, insistamos) condena en el proceso judicial en el que se lo investiga a él también. La campaña electoral detendría con toda probabilidad el funcionamiento del Congreso. Ni hablar del posible efecto de una hipotética victoria del fundador del Partido de los Trabajadores. Tiempo, por otra parte, es lo que sin dudas necesita el bloque hoy en el gobierno para construir un candidato que pueda competir seriamente con Lula, quien (según Datafolha) hoy duplica en intención de voto a su más inmediato competidor y que, con su 30%, supera en 15 (quince) veces el apoyo (si alcanza para llamarlo tal) con que contaría Temer en caso de ser candidato.

 

Los hechos pueden encaminarse en cualquier dirección en las horas febriles que corren en Brasil, pero las fuerzas que están en pugna no son encarnadas automática ni únicamente por ninguno de los personajes políticos que se mueven en la superficie. La pulseada que realmente importa es la que opone a las fuerzas que quieren desembarazarse de las garantías sociales que se construyeron sobre la base de la constitución de 1988 y las que saben que esa constitución es la base para consolidar avances sociales logrados hasta ahora e imaginar nuevos. Estas últimas fuerzas se expresaron en la reciente huelga general, pero están maltrechas después de recibir sucesivos golpes: el giro hacia un ajuste fiscal radical que Dilma adoptó apenas inició su segundo mandato, la destitución de ésta y la anemia que devasta a un PT con decenas de sus dirigentes más poderosos encarcelados o investigados por corrupción.

 

Temer ya tiene su destino de anécdota histórica tatuado, indeleble, en la frente, sea cual sea el desenlace de su peripecia actual. Brasil, en crisis, enfrenta una encrucijada que va mucho más allá de este teatro de los hombres que nos inquieta mucho más de lo que nos sorprende.

 

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