Desde la cárcel, mantuvo siempre vigentes sus estrategias por volver a su casa. Cumplía órdenes, dijo. Y fue un pobre viejo enfermo que cargaba con las secuelas de un ACV –hemorrágico y con convulsiones- o podía tener un cáncer terminal. Los tribunales que le dieron el beneficio de la prisión domiciliaria mencionaron su “edad” y las “patologías crónicas” que lo aquejan. Ahora, el geronte con mayor edad en institución carcelaria en todo el ámbito penitenciario federal logró su cometido. Lobo suelto.
MULTICONDENADO. La primera condena le llegó en 1986, en el marco de la denominada “Causa Camps”, que investigaba la participación policial en el aparato represivo. Fue entonces sentenciado a 23 años de prisión por delitos de tormentos en 95 hechos comprobados. Fue liberado en 1990 gracias a los indultos que, por decreto, sancionó el ex presidente Carlos Menem.
En aquellos años de libertad, visitó el programa de Mariano Grondona y tuvo un cruce con el diputado socialista y ex detenido desaparecido Alfredo Bravo, docente y dirigente gremial. Tal vez el único cruce televisivo entre un torturado y su torturador. Fue en 1997. Los invitados estaban sentados en sillones bien separados, cada uno en una punta de un estudio de tv.
-Doctor, perdón, maestro Bravo, usted dice que yo lo torture: ¿Me puede explicar en qué consistía la tortura?
Grondona observaba con la mano en el mentón.
-La picana en primer término –dijo Bravo-. Y ahí escuché una voz, cuando me dejaron tirado en el suelo, que me dijo al oído: “Maestro, escupa todo y no trague nada”. La segunda vez, cuando me hicieron la crucifixión. Usted sabe lo que es la crucifixión, ¿no es cierto?
-No, señor. ¿Qué secuelas (de las torturas) tiene usted? ¿Quién le dio la libertad?
-Los 91 tormentos que le han comprobado están acá, en este juicio. Están acá –afirmó Bravo, mientras mostraba un documento judicial-. Acá está cómo me torturaron, acá está la comprobación.
-¿Quién le dio la libertad a usted? –interrumpió el ex comisario.
-¿Quién? –se sorprendió Bravo.
-¿Quién le dio la libertad? –insistió Etchecolatz.
-No me la dio usted. No me la dio Camps. Me la dio, sabe quién…
-¿Quién?
-La reunión que se estaba realizando en Norteamérica…
-¡No mienta! –interrumpió en un grito-. Se la dio Massera.
-¿A mí? –se sorprendió Bravo.
-¡Sí, señor!
-Por Dios –dijo Bravo.
Etchecolatz se paró y se acercó. El ambiente se puso tenso. Hasta Grondona estuvo a punto de intervenir. Pero no.
-Usted fue a la casa de Massera…
-Yo no fui a la casa de ninguno…
-Sí, señor. Y le dio empleo…
Grondona no pudo más, se puso de pie y tomó a Bravo del brazo. Siguieron los gritos. Eran épocas de negación. Bravo, injuriado, terminó el programa con una descompensación.
En aquellos años, dicen, Etchecolatz se reunía con sus camaradas represores, militares retirados y nuevos neonazis en una agrupación que se hacía llamar Anidar.
Después de la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sancionada por el Congreso en agosto de 2003, y antes de que fueran declaradas nulas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en junio de 2005, el ex comisario fue condenado a siete años de prisión por la supresión de la identidad de Carmen Sanz, hija de desaparecidos, en una causa por robo de bebes. Obtuvo luego la prisión domiciliaria por sus primeros supuestos problemas de salud, aunque le fue revocada en 2006, cuando se comprobó que guardaba en su casa una pistola 9 milímetros de Fabricaciones Militares.
Su abogado, Luis Boffi Carri Pérez, dijo entonces que Etchecolatz "es un enfermo terminal", que tiene problemas cerebrovasculares. Y agregó: "No puede ser peligroso para sí ni para nadie; no puede eludir la prisión".
Sin embargo, Etchecolatz volvió a la cárcel. De la que nunca volvió a salir hasta ahora, excepto para visitar los tribunales o para ir a alguna junta médica.
En aquel juicio se conoció el testimonio de Jorge Julio López, el único ex detenido desaparecido durante la dictadura que volvió a sufrir la desaparición forzada en democracia. López falta desde el 18 de septiembre de 2006, pero antes habló ante los jueces y dejó un testimonio contundente.
-Yo hasta pensé si un día salgo lo mato a Etchecolatz. ¡Yo! Así pensaba –reconoció López-. Y después pensé pucha… y si lo mato, qué voy a matar a una porquería de esas, un asesino serial, no tenía compasión. El mismo iba y los pateaba así… ahí, en Armonía. Después…
-¿Él personalmente? –preguntó el presidente del Tribunal.
-Él personalmente. Él personalmente, les digo a todos los que están presentes, dirigió la matanza esa.
El 19 de septiembre de 2006, sentado ante el Tribunal Federal de La Plata, Etchecolatz hizo uso de la palabra unas horas después de la segunda desaparición de López: “Yo sé, señor presidente, que ustedes me van a condenar. Y sé, también, que no tendrán vergüenza en condenar a un anciano, enfermo, sin dinero y sin poder”, dijo. Aquella vez se declaró “prisionero de guerra y detenido político”. Y, pese a la falta de peligrosidad esgrimida por su abogado, cerró con una amenaza: “No es este tribunal el que me condena. Son ustedes los que se condenan”. Al día siguiente, obtuvo su primera reclusión perpetua.
Después de aquella frase, con seis perpetuas sobre sus espaldas y varias causas abiertas, Etchecolatz siguió en sus intentos por salir de la prisión. Lo hizo por los caminos legales, hasta que el 17 de febrero de 2009 la Suprema Corte de Justicia rechazó "por insustancial” un recurso extraordinario en el que su defensa planteaba que se lo había juzgado dos veces por un mismo delito y que los hechos estaban prescriptos.
El viejo enfermo, sin dinero y sin poder, con cáncer terminal, volvió a escena.
En 2014, ingresó en el hospital Ramos Mejía sobre una silla de ruedas, envuelto en una sábana blanca y susurrando como si estuviera al borde de la muerte. Su defensa requería un examen que verificara si sufría un trastorno neurológico. Dos jóvenes médicos que posiblemente no supieran de quién se trataba descubrieron el engaño.
Denegada la domiciliaria, los peritos de parte plantearon que su próstata había crecido de tal manera que sospechaban que tenía un tumor. La médica y directora académica de la Consultora Pericial de Ciencias Forenses, Virginia Creimer, fue una de las tres peritos que lo atendió luego de que el resto de los profesionales se negaran a tocarlo, aunque firmaron el informe como si lo hubieran hecho. El examen no pudo hacerse, pero el abogado de Etchecolatz, Mariano Castex, la denunció por “torturas”. La causa no prosperó, pero la médica aseguró que se trataba de “una estrategia para bloquear a cualquier médico que se opusiera a las domiciliaras”.
Aquel mismo año, ante los jueces, Etchecolatz reconoció que había matado: "Por mi cargo y jerarquía me tocó matar, pero no sé a cuánta gente", dijo. Y agregó que "si salía a matar a alguien para quitarle la vida, era porque había denuncias de vecinos que veían algo raro en el lugar, le mandaba patrullas y ahí estaba la vida de uno u otro". No habló de las muertes en los centros clandestinos de detención, ni de las torturas, ni de las violaciones, ni del robo de bebés.
Cuando comenzó el juicio, un reportero gráfico lo había sorprendido con el borrador de una carta que escribía para Chicha Mariani. Repetía que el cuerpo de la bebé, que hoy es una mujer de 41 años y vive sin saber quién es, había aparecido calcinado en la casa en la que vivían sus padres. Los fotógrafos fueron obligados a trabajar desde otra zona de la sala para que no volvieran a violar la intimidad del imputado, pues la carta aún no estaba lista para hacerse pública. Sin embargo, unos meses después, el día de la condena, el lugar estaba lleno de gente y la prensa volvió a ubicarse sobre los acusados, en un pullman. Etchecolatz volvió a ser fotografiado con un papel en la mano. Era una provocación. Sabía que las cámaras iban a poder mostrar ese papelito en el que había escrito un nombre: Jorge Julio López.
Etchecolatz nunca ahorró sufrimiento a sus víctimas.
En mayo de 2017, la Corte Suprema, por mayoría, declaró aplicable el cómputo del 2x1 para la prisión en un caso de delitos de lesa humanidad. Horas después, el ex policía pidió el beneficio para que se le computaran doble los días que pasó en prisión sin condena firme. “Es un ser infame, no un loco. Un narcisista malvado sin escrúpulos”, lo describió su hija, que participó de la masiva marcha contra el fallo que logró torcer el brazo de los jueces.
En agosto pasado se informó que el represor estaba grave: “Tuvo un ACV”. Más tarde, se aclaró: "Sufrió un principio de accidente cerebrovascular". Se trataba apenas de una descompensación.
Ya antes se habían enumerado una serie de dolencias con la idea de instalar “un caso de tortura institucional”. Etchecolatz, el torturador torturado.
Su última condena fue el 23 de marzo de 2016. A los 87 años, la Justicia platense lo condenó otra vez a prisión perpetua. En junio, inició una protesta: “No creo que mi marido resista la huelga de hambre. Está muy débil”, dijo entonces Graciela Carballo, con quién se casó en 1990 y es con quien convivirá desde ahora, su más ferviente defensora. No habrá cárcel común, perpetua y efectiva para Etchecolatz, que se vuelve a su casa de techo de tejas a dos aguas, con cuatro habitaciones, tres baños y un quincho para recibir visitas, en el Bosque Peralta Ramos de Mar del Plata. Están avisados: hay un lobo suelto.