Todo parece indicar que 2013 no será una remake de 2009. Dos motivos obstan para ello. En primer lugar, aquí germina una recuperación –si bien algo inflada por las estadísticas del EMAE-, mientras que allí reinaba la recesión.
Pero además, y abandonando por un momento la eterna discusión sobre condicionamientos y determinaciones que enfrenta a economistas y politólogos, el kirchnerismo llega más entero en dos de los distritos principales, como Santa Fe y la Capital Federal.
No los gana, es cierto, pero tampoco los pierde por porcentaje catastrófico, como ocurrió cuatro años atrás. Los pelea, en un caso arriba del 20% y en el otro en torno a esa cifra. Más complicado es el panorama cordobés, pero –de nuevo- tampoco allí hay una gran actuación que defender.
Todo indica que, así como 2013 no es 2009 ni 2011, las elecciones estarán, hasta cierto punto, a mitad de camino entre ambos, recorriendo un declive en una pendiente más suave de lo esperado. El límite de esta hipótesis se comprueba mirando la composición de las listas: en comparación con lo sucedido dos años atrás, ganaron mayor peso en ellas los poderes territoriales –gobernadores e intendentes-, y debió resignar lapicera la (secretaría legal y técnica dependiente de) presidencia.
El futuro del kirchnerismo se develará al interior del justicialismo, el único partido nacional que, pese a la tormenta, sigue de pie.
Así las cosas, ¿quién ganará? Previsiblemente, todos. El kirchnerismo ostentará la primera minoría nacional, quizá cerca de los cuarenta puntos.
El FAP y sus variantes constituirán la segunda fuerza nacional. Como están las cosas, es posible que la disidencia peronista gane la provincia de Buenos Aires. Córdoba está en disputa entre peronistas disidentes y radicales, Mendoza entre kirchneristas y cobistas. Capital será el único triunfo del PRO, cada día más triste, solitario y vecinal.
En el resto de las provincias, primarán los oficialismos actuales, y la carrera hacia 2015 se disputará en buena medida entre aquellos que queden de pie cuando la batalla termine. Esa es mi composición de lugar, y pienso que es razonable.
Un capítulo aparte merece el experimento massista. Se trata de un fenómeno político fascinante: un candidato que se decide a romper con la cultura política imperante a fuerza de indiferencia –hacia el discurso político tradicional, hacia las composiciones ideológicas generales, hacia la falsa polarización entre kirchneristas y antikirchneristas.
Massa suma, antes que nada, porque se planta como un tercero, porque rompe con la lógica de la polarización entre opuestos irreconciliables. Y se planta reconciliando: por cada Giustozzi, te daré una Soledad Martínez.
Es llamativo que intelectuales, periodistas políticos y analistas de discurso se detengan tanto en algo para entenderlo tan mal. Todos trabajan con la hipótesis de que, en momentos más, Massa sacará un manual de definiciones propio del discurso político de los últimos años. Uno que diga lo que quieren escuchar.
Massa, en cambio, posterga ese momento, posiblemente en la creencia –válida, por cierto- de que eso es menos necesario que nunca. El joven intendente no leyó a Laclau, ni a Mouffe, ni a Rosanvallon, pero los reescribe con una práctica que habita en el instinto de quien conoce a su electorado.
Sabe que, cuando la gente se pudre de todo, te vota un “alica, alicate”. Y sabe, también, que hay muchas formas de hablar sin mover los labios ni una sola vez.
En la lista de Massa hay racionalizadores de palabras, como Giustozzi, hábil en el discurso del modelo roto. Esto es, había una vez un país, la Argentina, que tenía un rumbo fijado por un hombre excepcional, Néstor Kirchner, con un modo inclusivo de hacer las cosas, pero eso se perdió, etcétera, etcétera.
Con agudeza, María Esperanza Casullo se pregunta si ese mito de los orígenes interpela a alguien fuera del círculo de los politizados, y tiene razón en creer que no. Lo que interpela, lo que funciona de Massa, es más simple: la garantía de la continuidad de las políticas públicas esenciales de estos años rompe con la necesidad de un gobierno ya sólo interesado en autovenerarse, y brinda la opción que una porción interesante del electorado –tanto en el campo kirchnerista como en el antikirchnerismo rabioso- estaba buscando.
Por eso, habría que relativizar el pronóstico anterior. Todos ganan, sí, pero no todos tienen futuro. El kirchnerismo evita –o al menos posterga- fugas de poder que harían pedazos su capacidad de gestión, y se asegura una silla merecida entre los electores de 2015.
Pero no cuenta con otra pieza de unidad en relevo de Cristina Kirchner, no tiene opción de reelegirla, y camina hacia un bienio complicado en materia de crecimiento e inversión.
La disidencia peronista no es, todavía, federal, pero dialoga ya con quienes, desde las provincias, van generando las condiciones de gobernabilidad de los próximos cuatro años.
Al final, todo se resolverá allí, en la síntesis necesaria entre los poderes regionales y locales que heredan el porvenir. Mientras tanto, el desafío de la oposición no peronista reside en enhebrar una opción competitiva en el plano nacional, chance que –parece- tampoco alumbrará en 2013.