La histeria dominical

Vivir solo tiene sus ventajas; provechosas oportunidades para conseguir el estado primitivo sin el ojo ajeno que juzgue la mugre de un rincón, la cama deshecha o el aceite de tres días incrustado en una sartén.

La compañía musical es de gusto propio, el volumen el deseado, los libros siempre están al alcance del plumero y si la heladera provee los insumos necesarios, la semana está resuelta.

 

El problema aparece cuando el esperado descanso llega y de repente la música no alcanza a ensordar los silencios, los libros son interminables y la heladera entró en etapa anoréxica. ¡Sálvese quien pueda, bienvenido fin de semana! O, de manera más criolla, bienvenido aburrimiento por la falta de seres humanos.

 

La aventura de vivir solo (¿o en soledad?), plantea un desafío a prueba constante de cálculo y error matemático: (re)llenar las horas, o (des)contarlas en este caso.

 

El día tiene 24, pero en ciertas situaciones tienden a multiplicarse (nunca dividirse) si las actividades recreativas esquivan y siguen de largo.

 

Las utilizadas para dormir jamás llegan a ser las requeridas. “Mañana no pongo el despertador, me levanto para el almuerzo”. Son las 10 AM y el reloj samurai de la cabeza ya está con pava y mate en mano para continuar con quehaceres detestables como prender el lavarropas, desinfectar el inodoro o hacer que los muebles no parezcan más viejos de lo que son (aunque la onda “vintage” esté de moda).

 

Después de un mediodía innecesariamente calórico provisto a último momento antes de que el chino cierre hasta las cinco de la tarde, el tiempo se achica para pasar al ciclo vespertino. El menos benigno, el eterno (sin resplandores y, ¡por favor!, sin recuerdos).

 

Es verano, la humedad le gana al calor, la sensación térmica del cuerpo golpea y los amigos están ocupados o de vacaciones. Sí, existen personas que pueden planificar de antemano un fin de semana. La agenda, convertida en celular, se vacía en crédito en consultas (o ruegos) para compartir el aburrimiento. Ingratos. Todos.

 

Una hora menos para despotricar contra el inventor de los números; una hora menos para hacer lo mismo con el creador del tiempo.

 

Siempre está la siesta, esa que le gana a la desolación y permite escapar un rato entre sueños simbólicos para olvidarse que en esa franja ni los mosquitos pican. Sin embargo, oh bendito samurai, sacude con su gong cada diez minutos.

 

Descartada la cama, los recursos que aparecen son intentos artísticos frustrados. Revolear una pierna, tirar una silla e inventar un giro clásico (nadie lo vio, a la silla no le dolió); escuchar el último disco descargado (ilegalmente, claro) para que la vecina toque timbre porque “el pibe no me duerme”; mirar el adorno que simula ser un televisor; practicar canto veinte decibeles más bajos para que “el pibe me duerma”.

 

Internet es la ayuda a la distracción. Media hora más tarde no queda más nada, la comunidad Facebook –evidentemente– también hace planes.

 

Como los recursos humanos se pusieron de acuerdo para desaparecer de la faz de la tierra, queda la visita al espacio público verde. Espacio, por lo menos, que cerciora la existencia de las especies. Algo así como social.

 

Mochila, bici, cigarrillos, un libro que abandona su propósito literario para hacer las veces de apoya-mate, auriculares y la sombra de un árbol. Las hormigas y moscas vienen con el combo. Gratis.

 

Aparenta el plan indicado para derrotar a la aritmética, hasta que las prácticas populares ganan territorio. El partidito de fútbol (¡la pelotita, querido!), las familias y los juegos recreativos, la necesidad de correr o andar en rollers, las parejas. Esta última, una costumbre exhibicionista causal de la posdepresión. Oídos concentrados en el reproductor, vista al cielo, olfato al smog de la city.

 

Los segundos se descontaron y quedan dos horas después de volver a ingerir calorías que el lunes se ponen en penitencia.

 

Es de noche, llega la salida, los tragos, la vueltita al perro pero los “te aviso más tarde” aparecen dentro del top ten en mensajes de textos previos a la ansiada juerga. Toda la interacción posible será con el colchón. Chau sábado.

 

Lo que sigue es el domingo sin asados familiares (a 350 kilómetros de distancia), sin charlas amigables por el efecto del alcohol. Se repite, casi en exactitud, la jornada anterior. El samurai, la pava, la simulación de una barrida debajo de la mesa, la no televisión, la improvisación de una danza milenaria y más descargas ilegales. ¡Feliz domingo!

 

Vivir solo tiene la ventaja de sobrevivir a la histeria del fin de semana. Es la prueba a reconocerse en las situaciones más extremas y superarlas. Es convencerse que el próximo será la revancha. O es la mentira para autoconvencerse que solo se puede.

 

De todas maneras a no desesperar. Si muchos pasan por lo mismo, será la hora de formar una especie de club barrial o sociedad de fomento para luchar contra causas comunes y aburrirse en comunidad.

 

Y muchos pasan por lo mismo, porque hoy es domingo y si llegaste hasta el final de este relato es porque estás solo delante de la computadora asintiendo a cada uno de los párrafos anteriores.

 

Texto + foto: Germán Krüger

 

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