La frenética agenda de desguace estatal que está llevando a cabo la administración de Javier Milei no puede sorprendernos. Durante su campaña de 2023, cuando el actual Presidente se mostraba con una motosierra, anunciaba la eliminación de ministerios y asociaba al Estado con una organización criminal.
Solo a modo de ejemplo, desde diciembre de 2023 la administración eliminó diez ministerios y unas 200 unidades del Poder Ejecutivo, al tiempo que quitó recursos a todas, se jacta de haber despedido a más de 40.000 empleados públicos y redujo el poder adquisitivo de sus ya magros salarios en al menos un 15%.
Según apuntan sus defensores, esta estrategia busca lograr el equilibrio fiscal. Sin embargo, el impacto presupuestario de estas medidas no es relevante -por ejemplo, frente al recorte realizado a las jubilaciones o la cancelación de la obra pública-. Es fundamentalmente una cruzada ideológica de destrucción que se sostiene en un cuestionamiento bastante generalizado sobre la calidad del accionar estatal y la burocracia. Hay mucho por mejorar en cómo se proveen bienes y servicios a la ciudadanía, pero estas decisiones no buscan reformar sino destruir.
Como sociedad, deberíamos preguntarnos cuál es el impacto de esta política en la prestación de servicios estatales y la implementación de políticas públicas. Pero el Gobierno esconde esos datos y no se los demanda.
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Javier Milei, en el Congreso
No llegamos acá por casualidad. Llevamos décadas de un declamado “Estado presente” pero con evidentes falencias y hasta impotente; un Estado cuyo número de empleados creció con una fuerte tendencia a la precarización sin efectos claros sobre la calidad de los servicios; prácticas clientelares y de patronazgo, politización de la Alta Dirección Pública y débiles mecanismos meritocráticos en el acceso y la promoción de los agentes públicos. En estos más de 40 años de democracia, la Argentina no ha logrado consolidar un sistema de servicio civil nacional meritocrático y profesional, a pesar de una normativa vigente que va en esa dirección y de diversos intentos parciales de reforma y modernización en las gestiones de distintos signos políticos e ideológicos.
Tampoco se institucionalizó un sistema de Alta Dirección Pública (Directores Nacionales, Directores simples, Coordinadores) para evitar las designaciones “políticas” o por vínculos personales en esos cargos y para darles así continuidad. Actualmente alrededor del 90% de los cargos directivos del Estado Nacional son ocupados por criterios de excepción y transitorios, pasando por alto la normativa vigente. Esto no es un fenómeno nuevo sino que comenzó a fines de los años 90; desde ese momento, cada gestión que asume despide a quienes responden a la gestión anterior y pone gente propia. La normativa vigente pretendía reparar esto, pero no lo logró. De hecho, las reglas que regulan el sistema de carrera para los niveles directivos son vulneradas de manera sistemática. En consecuencia, se han convertido en una institución débil. El riesgo es que ante cada cambio de gobierno se comience “de cero”, con las previsibles consecuencias sobre las capacidades estatales. Es una deuda de nuestro sistema de servicio civil pero también de nuestro sistema político. Por otra parte, el éxodo de imprescindibles cuadros profesionales y técnicos producto de la pauperización salarial, de la desjerarquización de sus funciones y de la falta de reconocimiento a su labor da por resultado un vaciamiento que convierte en profecía autocumplida el slogan de que el Estado no sirve para nada, y regala al sector privado áreas completas que deberían servir para el bien común. A tal punto esta es la lógica actual que los dos organismos que tienen insospechados mecanismos de acceso basados en el mérito, como el Servicio Exterior de la Nación -cuyo director renunció recientemente por el cierre del ingreso- y el CONICET -que sufre el ahogo presupuestario general a la Ciencia y Técnica- se encuentran entre los más atacados.
El marco normativo existente es perfectible, siempre lo es. Podríamos empezar por cumplir el vigente o bien asumir que necesita correcciones o reformas que lo hagan viable. No hay que partir desde cero porque existe una base sobre la cual trabajar para mejorar el ingreso, ascenso y performance de los trabajadores estatales. Debemos considerar cuestiones relativas a evaluaciones para acceder a los puestos (inclusive si no son de planta permanente), y cómo impedir los conflictos de intereses del personal que puede pasar del sector privado al público y viceversa, entre otros. Pero esos temas no están en la agenda. Como tampoco lo está mejorar los salarios estatales tan golpeados.
Queda claro que la estrategia oficialista no apunta a conseguir una administración pública de calidad, que esté a la altura de los desafíos del siglo XXI. Su foco es solo recortar, desmantelar, desguazar el Estado, desfinanciar políticas públicas y alterar derechos de los empleados estatales. Sus decisiones ni siquiera han sido englobadas en un programa de reformas y modernización explícito y con objetivos identificables y mensurables. Además de la reducción de estructuras y empleos, las modificaciones a la Ley Marco de Empleo Público, contenida en la Ley Bases, reflejan la liviandad de su agenda y la ausencia de otros aspectos que podrían haber sido objeto de una mejora general. Vulnera especialmente el derecho a la estabilidad del empleado público prevista por el art. 14 bis de la Constitución, aumenta la discrecionalidad del Estado empleador y restringe la intervención gremial. Los recortes en contratos y sus renovaciones cada tres meses son también producto de la precarización que avanzó durante décadas. El exótico examen de competencias solo buscó amedrentar a los empleados y ridiculizarlos ante la opinión pública, pero hasta ahora lo aprobó el 98% de quienes lo rindieron, lo que muestra que los trabajadores estatales tienen las capacidades para ejercer sus roles y que ellos no explican las deficiencias en la calidad de las prestaciones del Estado.
Evitar la politización ha sido uno de los mejores impulsos de las reformas de la burocracia en las democracias occidentales. A pesar de los discursos, en esta administración la discrecionalidad aumenta en un ejercicio claramente gatopardista. Un funcionario del actual gobierno sostuvo públicamente que “no se ha logrado todavía barrer o echar para poner a los propios… que están con la ideología adecuada, que te dan la confianza suficiente para llevar a cabo una tarea que implica no traicionar la ideología del Presidente". No más preguntas, señor Juez.
La discusión sobre el empleo estatal y la burocracia debe superar la disputa ideológica. Debe ser producto de una estrategia, un cálculo razonable y una planificación previa y con cierto consenso. Cuánto empleo público, cuánto Estado para desempeñar qué funciones, con cuántos recursos, con qué horizontes. La cuestión del empleo público federal es solo la punta del iceberg de la discusión sobre la gestión y las capacidades estatales. La calidad de las políticas públicas está condicionada por las características de la esfera administrativa. Puede ser un círculo virtuoso, pero se convierte en vicioso cuando la degradación de la administración produce peores políticas públicas que afectan la confianza de la ciudadanía en la gestión estatal.
Hoy el centro de la discusión entre los especialistas en administración pública gira en torno a la importancia de la innovación, una cuestión bastante ausente en el debate público argentino.
El progresismo se debe una propuesta de reforma para lograr una Administración Pública Nacional (APN) a la altura de las actuales circunstancias. Esto incluye no solo el diseño de la estructura gubernamental, el tamaño de la administración, la cantidad y nivel de remuneración de empleados públicos, que deberá ser determinada sobre la base de profundos análisis y objetivos claros, sino también incluir cuestiones relativas al funcionamiento, los procesos, las tecnologías y la innovación.
Planificar, transformar, modernizar y mejorar la APN es lo contrario de su destrucción y desguace.