El fracaso del atentado salvó mucho más que la vida de Cristina Fernández de Kirchner. Abruma imaginar las posibles derivaciones que hubiese provocado el cumplimiento del objetivo que se proponía el agresor. Todas las vidas son igualmente sagradas y a diario muchas son segadas por manos criminales. Sin embargo, la magnitud de las consecuencias varía. Homicidio y magnicidio coinciden en el daño irreparable y divergen en sus alcances.
Afortunadamente, se evitaron muchos males el jueves a la noche. Y también se abrieron, inevitablemente, diferentes interpretaciones. Una obviedad: la política politiza todo lo que toca. Aquí y en cualquier lugar y tiempo histórico. Resulta natural que se pongan en juego miradas, intereses, sesgos. De allí que las apelaciones a “no politizar” constituyan una expresión tan común como imposible de cumplir. Aún siquiera si por politizar suponemos que se quiere expresar partidizar. Algunos lo enuncian desde una inobjetable buena fe, otros de manera interesada y sesgada (el sectario es el otro), pero no hay fracción de la realidad que escape al destino de convertirse en engranaje del complejo artefacto que hace funcionar los juegos de poder. Mucho menos ante acontecimientos de la envergadura como el que estamos analizando.
Si bien la casi totalidad del arco dirigencial repudió el intento de asesinato y se pudo consensuar un documento en la sesión especial de la Cámara de Diputados las distancias conceptuales no se demoraron para entrar a escena. Acusaciones cruzadas respecto de la responsabilidad y el origen de los discursos de odio, especulaciones acerca de la soledad o no del autor material del atentado, establecimiento de vinculaciones con las causas judiciales en marcha para unos versus intenciones para condicionar la evolución de las mismas según otros. También se sumaron profusas discusiones acerca del rol de los medios y las redes sociales.
La democracia es un sistema que se caracteriza por su manera de procesar los conflictos, estableciendo para su tratamiento elecciones libres, participación social, instituciones, controles cruzados, respeto a los derechos humanos, y la diversidad de opiniones. Y de modo central la consideración del competidor como un necesario adversario en lugar de calificarlo como permanente enemigo.
En Argentina el sistema funciona con buenas notificaciones en muchos asignaturas (transparencia de las elecciones, alternancia en el ejercicio del poder, creciente ampliación de derechos civiles y de género, etc.) pero con un deterioro en la calidad de los debates y la capacidad para establecer consensos mínimos alrededor de otros temas de alta relevancia como las reglas básicas del régimen económico y la integración y el desenvolvimiento de la justicia, sólo por citar algunos de los más relevantes. ¿Resulta factible esperar a la brevedad mejores notas en estas materias? No parece.
Más allá de que eventos conmocionantes den lugar a llamados para establecer “bisagras” no se advierte que en lo sustancial la clase política esté dispuesta o tenga la capacidad para frenar la inercia de los últimos años. Por el contrario, para muchos constituyen oportunidades para acelerar. Las 72 horas posteriores al intento de segar la vida de CFK son elocuentes al respecto. ¿Serán el anticipo de un 2023 áspero, con la reiteración de los modos y las formas de las actuales coaliciones o estamos ante la posibilidad de un cambio de época por el agotamiento de conductas que no permiten superar una larga década de estanflación? Esa es la cuestión.