FALLO HISTÓRICO

El Supremo de Brasil reivindicó a Lula y dejó en el aire toda la Lava Jato

Al calificar de parcial la actuación de Sergio Moro puso numerosas causas al filo de la nulidad. Bolsonaro, en su peor momento. El factor electoral.

Todos los vientos del mundo parecen soplar contra Jair Bolsonaro y el presidente de Brasil no puede argumentar que esa desgracia sea ajena a sus  propios pecados. Ante su inacción inexplicable, el país documentó el martes la cantidad sin precedentes de 3.251 muertos por covid-19, lo que dejó el saldo total de la tragedia a un paso corto de las 300 mil víctimas. La difusión del dato y su afirmación –en la que nadie cree– de que toda la población será vacunada este año provocaron fuertes cacerolazos en las principales ciudades, semiparalizadas ante la escalada de la peste. Por si todo eso fuera poco, el día culminó para él de la peor manera: el Supremo Tribunal Federal (STF) consideró que el exjuez Sergio Moro actuó con parcialidad al condenar a Luiz Inácio Lula da Silva, con lo que terminó de conformar la rehabilitación pública de este y señalizó el camino hacia las elecciones del año próximo.

 

La Segunda Sala del Supremo determinó por tres votos contra dos que Moro –exjuez federal de Curitiba y luego primer ministro de Justicia de Bolsonaro– no fue imparcial al condenar al expresidente de izquierda en el caso del tríplex de Guarujá (San Pablo). Eso abre un enorme margen de duda para el resto de sus actuaciones, al punto de que decenas de condenados por el petrolão podrían pedir ahora las nulidades de sus causas. Más allá de Lula da Silva, claro.

 

Técnicamente, los ministros del Supremo votaron una “petición de  sospecha” presentada por los abogados del líder de la izquierda brasileña, con lo cual dejaron toda la operación Lava Jato al borde del abismo.

 

El último lunes 8, el Supremo había puesto en marcha la reivindicación del nombre de Lula con la decisión del juez Edson Fachin, instructor de la Lava Jato en esa instancia, de declarar que Moro no era el el juez natural del caso del tríplex y de otro por la supuesta propiedad del exmandatario de un campo en Atibaia, también en San Pablo. Para quedarse con ambas causas, Moro debía vincularlas con las coimas de Petrobras, tema al que se limitaba su competencia. Como no pudo encontrar ninguna norma firmada por el entonces jefe de Estado para ligar con los dichos de arrepentidos que, en pos de una reducción de sus condenas, señalaban esas propiedades como contraprestaciones indebidas, el magistrado se puso creativo. Así, en el fallo sobre el caso de Guarujá señaló la existencia de un “acto de oficio indeterminado”, esto es hipotético, para sostener la condena.

 

Tanto el apartamiento de Moro como juez natural como la constatación de su accionar parcial llegan tarde. Con esto, el Supremo no hace más que ahondar la imagen de un tribunal politizado, que actuó a favor de la corriente punitivista que se instaló en los medios y en la calle cuando la ola de la indignación contra la corrupción era alta para luego, pasada esta, volver al sendero esperable.

 

El problema es que la velocidad con la que todo el sistema judicial brasileño avaló lo hecho por Moro cuando era considerado un superjuez y era amado por las clases medias urbanas tuvo consecuencias severas. En efecto, en base al uso y abuso de la figura del arrepentido y de las prisiones preventivas, una estrategia que él mismo recomendó en un paper de 2004, logró condenar a Lula da Silva, que ese fallo fuera confirmado en segunda instancia, que eso generara su inhabilitación como candidato en 2018 y que Bolsonaro aprovechara para volar al Palacio del Planalto. Y acaso más grave: Lula pasó preso 580 días, algo que, se comprueba ahora, jamás debió ocurrir.

 

La mayoría de la Segunda Sala del STF consideró que Moro actuó sin la debida imparcialidad. No se trata, en definitiva, de si Lula es o no un santo varón, sino de que un juez no puede discutir con los fiscales, cuya instrucción debe controlar para que se apegue a la ley, los modos más eficaces de juntar pruebas para condenar a una persona y cerrar su carrera política.

 

Esto último es justamente lo que se comprobó en 2019, cuando el sitio The Intercept divulgó una serie de chats que tenían a Moro y al fiscal Deltan Dallagnol –un hombre que se presenta en su cuenta de Twitter como “discípulo de Jesús”– como protagonistas cenrales.

 

La cuestión motivó el martes algunos de los intercambios más picantes entre los magistrados de la mayoría y la minoría del Supremo.

 

Uno de los abanderados del segundo sector, Kassio Nunes Marques, nombrado por Bolsonaro en el alto tribunal, cuestionó la validez de material extraído por hackers. “Está registrada en los anales de esta Corte la célebre y acertada frase del ministro Gilmar Mendes: no se combate el crimen cometiendo crímenes”, le lanzó al vocero de la mayoría.

 

Este, según pudieron ver todos los brasileños que siguieron la emisión virtual de la sesión, en la que los supremos participaron de manera remota, recogió el guante con aspereza. “Hasta ahora no hubo una sola persona que dijera que hay un dato falso en esas revelaciones (…). Ya dije que o bien el hacker creó una ficción o que estamos ante un gran escándalo. ¡No importa el resultado de este juzgamiento, la desmoralización de la Justicia ya se produjo!”, exclamó.

 

Gilmar Mendes luego lanzó una estocada a fondo: ¿Alguno de sus señorías le compraría hoy un auto a Moro? ¿Alguno sería capaz de comprarle un auto a Dallagnol? ¿Son personas probas?”.

 

Con vistas a las elecciones de octubre del año próximo, Bolsonaro preferiría tener enfrente a Lula da Silva, con quien mejor polariza en la remake de la Guerra Fría que logró meter en la cabeza de medio Brasil. Sin embargo, una cosa es competir con un fantasma político, desacreditado y condenado, y otra con un hombre que ha logrado que la Justicia, aunque tardíamente, avale su denuncia de que fue perseguido.

 

Con Lula en las boletas o como articulador de un amplio frente democrático, la reelección podría resultarle cuesta arriba a Bolsonaro si los brasileños acuden a las urnas con la memoria fresca sobre un presidente que ignoró la pandemia, pidió resignarse a que “algunos tendrán que morir”, boicoteó las medidas de distanciamiento social, denostó los barbijos, abjuró de las vacunas y promovió el uso de medicamentos no probados contra el nuevo coronavirus. Un presidente, además, que observó impasible cómo colapsaban los hospitales, cómo brasileños comenzaban a morir a la espera de camas de terapia intensiva que nunca se les habilitaban, cómo escaseaban los tubos de oxígeno en medio Brasil, cómo se llenaron las morgues de los hospitales del propio distrito federal –lo que obligó a acumular cadáveres en sus pasillos– y cómo los cementerios debieron habilitar los entierros nocturnos.

 

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