El panorama político cambió rápidamente en Estados Unidos. Los caucus (asambleas) demócratas de febrero en Iowa quedaron muy lejos, mientras que las elecciones nacionales del 3 de noviembre parecen aún demasiado lejanas. A la emergencia sanitaria por el nuevo coronavirus y la crisis económica resultante, la peor desde la Gran Depresión de 1929, se suman ahora las protestas en más de 140 ciudades por el asesinato del afroestadounidense George Floyd a manos de un policía blanco, algo que hace impredecible el desenlace de la disputa presidencial. En ese contexto, Donald Trump decidió empujar su proyecto reeleccionista con un discurso incendiario, que apuesta todo a una polarización capaz de fidelizar su base electoral blanca y conservadora.
A finales de 2019 había una tendencia favorable para que el presidente. Sus promesas cumplidas en materia de política exterior, el crecimiento económico, la baja tasa desempleo y la división del Partido Demócrata lo presentaban como favorito. Seis meses bastaron para que esa fortaleza se empezara a desmoronar. La crisis internacional provocó una agudización de las disputas, el COVID-19 mató a más de 100 mil personas en el país, el desempleo llegó al 14,7% tras la pérdida de más de 40 millones de puestos y las protestas contra la violencia policial expresan una crisis social profunda.
Las manifestaciones por el asesinato de Floyd -un ejemplo más de un sistema históricamente racista y violento en el trato hacia la comunidad afroestadounidense- son el principal elemento aglutinador de esas distintas crisis. Anabella Busso, profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) e investigadora del Conicet, aseguró en diálogo con Letra P que las protestas “no son un tema nuevo” y que responden a “un problema que lleva años sin corregirse”. Con todo, afirmó que resultaron “mucho más masivas porque surgen en un contexto crítico”.
“Antes de todo esto, Trump tenía prácticamente asegurada su reelección, pero los hechos son tan acelerados que ahora es muy difícil medir la preferencia electoral”, agregó.
Por el momento, lo que se observa es una profundización de la polarización que Estados Unidos comenzó a vivir con la llegada de Trump a la Casa Blanca. Los asesinatos de afroestadounidenses a manos de policías o ciudadanos blancos y las manifestaciones de protesta que suelen provocar no son hechos nuevos, como lo demuestran los ejemplos de Ferguson en 2014, Los Ángeles en 1992 y Watts en 1965, entre otros. La principal característica de las manifestaciones actuales es que se producen cuando gobierna un presidente que no tiene intención de rebajar las tensiones y que, por el contrario, responde con mayor violencia.
Una semana tardó Trump para brindar su primer discurso directo sobre el asesinato de Floyd y las protestas. Lo hizo desde los jardines de la Casa Blanca mientras se escuchaba de fondo la represión de la Policía contra las personas que se manifestaban en los alrededores. Calificó a las protestas como “actos de terrorismo interno” y aseguró que si los gobernadores no “terminan con la violencia”, él mismo utilizaría al Ejército para acabar con la “rebelión”. Le alcanzaron pocos minutos para definirse como el presidente “de la ley y el orden” y para intentar apagar el fuego con nafta. Trump aprovecha la crisis para fortalecer su núcleo duro, masculino, blanco y conservador para polarizar al electorado y para mostrarse como el garante del bienestar estadounidense.
Donald Trump se resiste a abordar el problema de frondo del racismo y solo ofrece una salida represiva a las protestas por el asesinato de George Floyd.
“El racismo no nace con Trump, pero un presidente tiene que tratar de de suprimirlo y trabajar para una verdadera unidad nacional”, dijo Busso, quien aseguró que el republicano está construyendo “dos enemigos”. “A nivel externo el enemigo es China y a nivel interno son los grupos anárquicos y antifascistas a los que calificó como terroristas”, ejemplificó. El presidente “tiene un discurso duro de pelea contra los enemigos para garantizar el éxito y la prosperidad nacional”.
Por otro lado, el demócrata Joe Biden se muestra como contracara moderada y garante de la unidad nacional. En esta semana visitó una protesta pacífica, el lunes mantuvo conversaciones con alcaldes de algunas ciudades donde hay manifestaciones y se reunió con representantes de la comunidad negra en una iglesia de Wilmington. “Los líderes escuchan”, dijo en Twitter y acusó a Trump de avivar “las llamas del odio”.
De todas maneras, son varios los puntos que juegan en contra de Biden. Es un candidato blanco de 77 años, del ala más moderada del Partido Demócrata, representante del establishment de Washington y que durante su carrera de 36 años como senador aprobó leyes que afectaron directamente a la comunidad negra. A pesar de ser el más votado por esa comunidad en las primarias, tiene problemas para conectarse con los sectores más jóvenes y con los que exigen medidas estructurales contra el racismo. Ejemplo de esto fue lo que dijo en la iglesia de Wilmington: “A los policías deberíamos enseñarles que, frente a una persona desarmada, disparen a las piernas en vez de a su corazón”. Según Anabella Busso esto manifiesta que “los demócratas tienen serios problemas con su candidato” y que si esa agrupación “no decide dejar de ser de centro, se va a ver afectada”.
El escenario hasta noviembre es impredecible, pero la polarización a la que recurrirá Trump generará riesgos duraderos para la calidad democrática, las minorías sociales y, además, no resolverá el problema del racismo institucional. Su promesa de “seguir haciendo grande a los Estados Unidos” podría hacerse realidad con su reelección, pero solo para un sector de la sociedad. El otro, mientras, seguirá siendo discriminado y asesinado.