Un evento noticiable como el que produce la pandemia por COVID-19 impacta de lleno en sus posibilidades y condiciones de mediatización. En las redacciones, los productores de las noticias tienen claro qué tipo de ingredientes son necesarios para llamar la atención de sus lectores. Las historias de las víctimas, por ejemplo, tienen un atractivo especial que contribuye con la personalización de los problemas. En términos de Walter Bennett, se trata de un sesgo propio de las coberturas mediáticas que, acompañado por la fragmentación con la que se presentan los acontecimientos, tiene por fin enfocar las historias desde una perspectiva individual. En este caso, la del afectado, lo que realza el componente dramático del interés humano.
Allá por el mes de febrero, el Coronavirus era noticia sólo en la sección de “internacionales”. Sin embargo, en un mundo globalizado, en el que los viajes laborales y turísticos desdibujan las fronteras, la llegada de la enfermedad a nuestras tierras, se sabía, era cuestión de tiempo. No obstante, la amenaza global más inédita de la historia reciente traía consigo otra novedad: la redefinición de los agentes clásicos de victimización colectiva. Quienes nos ponían en peligro no residían en barrios marginales ni se ajustaban a nuestros prejuicios. Ingresaban por aeropuertos o terminales de ultramar y, en términos generales, residían en barrios acomodados o de clase media. Por aquellos días, sus vivencias coparon los medios producto de esa tendencia irresistible a la personalización, la descontextualización y el morbo inherente al relato en primera persona.
En los albores de la pandemia, las historias de vida que nutrían las pantallas incluían un componente glamoroso. Se transmitían por Skype desde cómodos hogares en los que el relato de la “cuarentena” se parecía más a la extensión de la aventura del viaje que a un problema público capaz de jaquear al sistema-mundo, en términos de Ignacio Ramonet. Sin embargo, con el correr de los días y la expansión del virus, el perfil de la víctima se fue modificando hasta que se desató con crudeza lo que los sanitaristas más temían: la transmisión exponencial de COVID-19 en villas y asentamientos.
La marginación de los sectores populares tiene determinantes económicas estructurales que se asocian con la desigual distribución de oportunidades inscritas en la clase social y, consecuentemente, de cualificación, de empleo, de ingreso y de acceso a bienes. Esa disparidad tiene un correlato geográfico, que es quizás el factor que la vuelve más visible. A metros de los barrios más acomodados de Buenos Aires, se asientan barriadas populares en las que la carencia de servicios esenciales no comenzó ni terminará con la pandemia. Sin embargo, la prensa nacional, al igual que algunos actores políticos, parecen redescubrir esas penurias espasmódicamente, sólo en épocas de catástrofe o de pesca electoral.
Así, el padecimiento de los sectores más vulnerables que deben enfrentar el aislamiento social en condiciones de hacinamiento se vuelve noticiable sólo cuando constituye una amenaza para la totalidad del colectivo social. En lo que va de la pandemia, eso sucedió dos veces: 1) el 3 de abril, cuando la reapertura de los bancos sin protocolo aglomeró a los jubilados más pobres con los beneficiarios de planes sociales en largas filas; y 2) desde 21 de abril, con la confirmación del primer contagio en la Villa 31. Tal como lo demuestra el Observatorio de Medios de la UNCuyo, esos hitos modificaron el perfil de las víctimas del COVID-19 en el tratamiento informativo.
La cobertura noticiosa del COVID-19 en la Argentina contradice al propio Hegel. La historia se narró primero como comedia y luego, como tragedia. Fue así como del relato de las cuarentenas de la farándula se pasó a incursiones mediáticas en los barrios marginalizados, en un movimiento que, a partir de puestas en escena cinematográficas plagadas de discurso bélico, se calificó de “explosiva” la situación de los barrios humildes.
La discusión sobre el COVID-19 en las villas es construida mediáticamente como un peligro para un “nosotros” que, siempre, se diferencia de “ellos”.
Sin embargo, la metáfora de la “bomba” abre un interrogante sobre cuál es el bien público que está en juego cuando el Coronavirus afecta a los argentinos marginalizados. ¿Interesa a los medios la catástrofe sanitaria que está sucediendo en los barrios más pobres del país, que no es más que la extensión de otros flagelos como el hambre, la desnutrición, la violencia, el dengue o el sarampión? ¿O preocupa que las esquirlas de la “bomba” sean el inicio de la verdadera tragedia que colapse a un sistema de salud que, se sabe, es insuficiente para cobijarnos a todos?
La crudeza de la enfermedad jaquea hoy a la población más vulnerable, la que recupera el centro de la escena como agente del miedo. El tratamiento informativo la revictimiza, porque, además de vulnerarla en su intimidad al exponer morbosamente sus condiciones de vida, la presenta como un peligro latente para el resto de la sociedad. Es decir, la convierte en victimaria. Así, la discusión sobre el COVID-19 en las villas es construida mediáticamente como un peligro para un “nosotros” que, siempre, se diferencia de “ellos”. Nada nuevo para un sistema de representación que habitualmente construye a los sectores populares como peligrosos. Ninguna novedad para una lógica mediática que, a partir del uso de los estereotipos que contribuye a cristalizar, puede prever e incluso asegurar el éxito del consumo de sus historias.