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¿El piso de Cristina se va a transferir de manera directa a los sectores de menores ingresos? ¿Esto mueve el techo electoral? ¿La campaña tendrá que resaltar los atributos propios de Alberto Fernández o priorizar los de la ex presidenta? ¿Qué estrategia sirve más? ¿La autonomía o la simbiosis?
A medida que pasen los días, van a desfilar nuevas preguntas, que se mezclarán con reparos, objeciones e intrigas. Pase lo que pase, lo que está claro es que estamos ante la primera jugada en mucho tiempo que consigue romper con la inercia política.
Durante los últimos 4 años –incluida la campaña de 2015- el escenario electoral argentino fue muy parecido a una guerra de trincheras, con posiciones políticas estáticas alrededor de dos bandos bien definidos. En este período, la intención de voto de las dos fuerzas mayoritarias osciló entre el 30 y el 40 por ciento y el tercero jamás pudo achicar la diferencia a menos de 10 puntos del segundo. El ballotage, algunos semestres para uno, otros para el otro.
Salir de la trinchera no tenía sentido porque, como en la guerra, el medio es tierra de nadie. Ahí los políticos tienen menos votos, los periodistas menos audiencia y los twitteros menos interacciones. La excepción son los consultores políticos, que hacen buenos negocios con la confusión de los despolarizados.
Las trincheras discursivas se convirtieron en zonas de confort porque habitar en ellas reduce las chances de ser reventados por la artillería enemiga. Como contracara, hay que bancarse subsistir en cámaras de eco, dentro de burbujas de sentido alimentadas por argumentos tautológicos y debates autorreferenciales cuya única misión es el refuerzo ideológico.
Énfasis en los marcos (sinceramiento versus ajuste, cuadernos versus fotocopias de los cuadernos), contrastes estéticos (movilizaciones masivas versus intimismos escenificados) y descalificación moral del oponente (corruptos versus insensibles); todo vino a fortalecer una discusión política que invisibiliza los matices y se aferra de la disonancia cognitiva para descartar la información que contradice nuestras creencias preexistentes.
En las guerras de posiciones fijas, el punto muerto se rompe de distintas maneras: por una nueva alianza que permita flanquear al adversario, con innovacciones tecnológicas que ayuden a mover tropas sin arriesgar tanto o –como en los asedios medievales- por efecto de la inanición en los ejércitos del oponente. La única que parecía viable era esta última. Un gobierno impotente y aplastado por la economía, bien podía despolarizar el escenario, no por la irrupción de un tercero sino por su propio desmoronamiento.
Así llegábamos a menos de tres meses de las primarias con una sensación de determinismo retórico que la mañana del sábado por primera vez entró en crisis. Lo que no pudieron las derrotas provinciales de los candidatos de Cambiemos, la foto de los cuatro, la manija al Lavagnismo o la efímera extrapolación nacional del fenómeno cordobés, parece estar pudiéndolo Cristina en una única movida contracíclica. ¿Por qué? Porque en lugar de adaptarse al contexto, busca construir uno nuevo.
Más allá del resultado, hoy la disputa es otra. Argumentos contra la personalidad de la principal referente opositora, su frente judicial, su relación con los medios y el estabilshment o los intentos por pintarla de absolutista, si bien no desaparecen, empiezan a pesar menos en el debate público. Hoy es más fácil que el viernes centrar la discusión en el gobierno presente y menos en los gobiernos pasados.
¿Alcanza? Para evaluar sus efectos en la opinión pública tendrán que decantar las partículas convulsionadas. En todo caso, el corrimiento de Cristina es una oportunidad para renovar el discurso político. No porque ella sea incapaz de actualizar su mensaje, sino porque cada una de sus intervenciones es filtrada por prejuicios y percepciones ya demasiado asentadas en el imaginario de los argentinos. Más allá de lo que ella enuncie, Cristina misma es el mensaje.
De eso se trata la candidatura de Alberto Fernández. Como de eso se trataba para algunos –entre ellos el que suscribe- la potencial postulación de Felipe Solá: una oportunidad para ampliar el destinatario del discurso desde otro lenguaje, otra retórica, otro tono y otros temas. Una apuesta a los matices sutiles en un mundo de contrastes recargados.