LULA. ENFOQUE

¿En qué van a creer los que ya no creen en nada ni en nadie?

La condena al ex presidente de Brasil, a la que se sumaría la de Ollanta Humala en Perú, define el tono judicial que va tomando la política de la región. Los poderes fácticos y el financiamiento.

Aunque la instancia de apelación pone en suspenso la decisión y sus consecuencias, la noticia de la decisión del polémico Juez Sergio Moro de condenar a Lula Da Silva a nueve años y medio de prisión por corrupción y lavado de dinero impacta de lleno en la política de Brasil y la región y acelera la reconfiguración de un escenario que no es el que quieren los líderes de los sectores pro-mercado, pero probablemente tampoco volverá a ser el del decenio pasado con el reinado de los populismos de centroizquierda.

 

Desde la izquierda brasilera y regional se apunta a Moro como un simple mandadero de los poderes fácticos – Mercado + Medios + EE.UU – que busca evitar la “segura” vuelta al poder del PT tras evidenciar la imposibilidad de esos poderes de imponer un líder político afín a sus intereses, dadas las ostensibles dificultades del presidente Michel Temer por superar el dígito de popularidad, amén de sus propias causas judiciales.

 

Por otra parte, del otro lado de la grieta, que ya no es solo argentina sino regional, política, social, cultural y hasta económica, se lo ve a Moro como una especie de héroe que se anima a encarcelar a populistas cuyo principal objetivo es el poder por el poder mismo y el enriquecimiento personal.

 

La verdad, como suele suceder, probablemente sea más compleja de encontrar. Es cierto que Lula encabezó un gigantesco proceso de transformación socioeconómico en Brasil que no solo permitió sacar del hambre a millones de brasileros (aunque sin lograr transformaciones estructurales), sino que además puso a su país como potencia ya no solo regional sino global en el marco de la alianza llamada Brics.

 

Pero esta aseveración es tan incuestionable como que el PT no pudo, no supo o no quiso cambiar el modelo de gestión política vigente en Brasil, que se financia con dinero negro proveniente de la corrupción, sino que, además, lo profundizó producto, entre otras cosas, de la abundancia de recursos que gozó sobre todo en los primeros años, en el marco del boom de precios de las materias primas que benefició a toda la región.

 

Más allá de las desmentidas posteriores, hay indicios de veracidad en la confesión de Lula al ex presidente uruguayo José Mujica – quien, por otro lado, ahora debe afrontar causas judiciales como muchos de sus ex funcionarios que desfilan por los tribunales uruguayos - acerca de que “tuvo que lidiar con muchas cosas inmorales porque era la única forma de poder gobernar Brasil”.  

 

Lula se habría referido al escándalo del mensalao, un proceso judicial abierto que descubrió un sistema de coimas a parlamentarios para garantizar el acompañamiento del Congreso al Gobierno. Pero, más allá de ese episodio puntual, que llevó a la cárcel a altos funcionarios del ex mandatario, lo que hay de fondo es el antiguo problema del financiamiento de la política. Problema que viene del principio de los tiempos en Occidente – en Roma era un tema recurrente que los gobernadores recuperaban lo invertido para llegar al cargo con el saqueo a lo público durante el ejercicio del cargo – y que, puntualmente en América Latina, está siendo un eje de reordenamiento de la política aunque no está clara aún su influencia total.

 

El caso Lula es paradigmático en ese sentido. Con gran parte de su antiguo gabinete y de la plana mayor dirigencial del PT encarcelada o envuelta en sospechas de corrupción, no es muy difícil que el imaginario colectivo lo coloque – ciertamente al igual que al actual mandatario Temer – como el “jefe” de una banda delictiva. De hecho, en ese supuesto se basa en parte la condena de Moro.

 

Pero, a pesar de eso, Lula lidera todas las encuestas en un Brasil donde la descomposición política pone en riesgo el sistema republicano y democrático. Ese posicionamiento de Lula se sostiene, sobre todo, en la comparación entre la situación económica de los sectores populares durante su gobierno versus el actual, que, atento a las demandas del Mercado, tiene el equilibrio fiscal como norte y, en ese afán, no duda en avanzar con reformas laborales y previsionales y reducción de gastos sociales.

 

Por lo tanto, no está claro que el clivaje económico haya sido desplazado como el preferente por el clivaje corrupción en Brasil, pero el juego está abierto. A la par del liderazgo de Lula, las encuestas también muestran un importante rechazo a su figura que pondría en riesgo su triunfo en la inexorable segunda vuelta y, aún de no ser así, dificultaría mucho un hipotético tercer gobierno del ex obrero metalúrgico. ¿Hasta dónde puede funcionar un sistema con casi la mitad de la población decididamente en contra?

 

Por si todo esto fuera poco, para entender la compleja situación de Brasil, hay que atender los planteos de los voceros del PT, entre ellos el propio Lula, que días atrás aceptó, por primera vez, como posible que sectores del poder norteamericano, siempre tan presente en la historia contemporánea de la región, hayan estado detrás de la caída de Dilma Rouseff.

 

La tesis de que sectores del poder norteamericano recelosos de la expansión del capitalismo brasilero en la región alimentaron la vocación justiciera de Moro no debería gozar de menos credibilidad que la de la evidente corrupción de la dirigencia política y empresarial brasilera. El caso del puerto de Mariel en Cuba es emblemático.  Odebretch, facilitado por el vínculo de Lula con el presidente cubano, Raúl Castro, modernizó el histórico puerto (donde Fidel Castro expulsó rumbo a EE.UU. a miles de marginales y presos cubanos, los famosos “marielitos”) y lo convirtió en una posible competencia nada menos que para Miami si se consolidase la apertura económica cubana.

 

No es el único. El ahora destrozado Grupo Odebretch se expandió por toda la región y, en su caída, está arrastrando a buena parte de la dirigencia política. Casualmente o no, el ex presidente de Perú Ollanta Humala esperaba este miércoles su propia condena por corrupción con el gigante brasilero y otro ex mandatario peruano, Alejandro Toledo, está prófugo con similares acusaciones.

 

 

LA PATA MEDIÁTICA. Por otro lado, el papel del conglomerado mediático O Globo – el más poderoso de la región – y de los grandes medios brasileros en general es, al menos, polémico. Son quienes impulsan las denuncias de corrupción poniendo en jaque a todo el sistema político brasilero, pero cualquiera que conoce por dentro el mundo del poder sabe que parte del financiamiento ilegal de la política tiene que ver con los recursos que se destinan a medios y periodistas a fin de comprar difusión o silencios, según el caso. ¿Cuánto tardará algún político preso en devolver gentilezas y delatar periodistas cómplices?

 

Finalmente, cierta endeblez jurídica en la condena a Lula vuelve válidas las sospechas de que lo que se busca es proscribirlo políticamente más que meterlo preso por corrupto. La sentencia de Moro está basada fundamentalmente en delaciones premiadas, sistema que, aunque con mucha popularidad mediática, tiene serios cuestionamientos técnicos a partir de la duda lógica que genera el hecho de que los imputados, en su afán de reducir sus penas, delaten sin pruebas buscando su salvación individual. De todos modos, ni la prisión ni la pérdida de derechos electorales se harán efectivas sin la instancia de apelación superior resuelta.

 

Lo que tampoco se resolverá es el intríngulis de la democracia brasilera y de la región. El caso Brasil es paradigmático, pero está lejos de ser el único. Si se consolida la idea de que el grueso de nuestra dirigencia política y empresarial es corrupta, en el marco de una crisis económica con planes de recorte de gastos del Estado como opción principal, ¿cuál sería el resultado? 

 

Los gobernadores. 
La conducción de La Libertad Avanza en Entre Ríos quiere sumar músculo político en las horas previas a la definición de alianzas. Si van solos, que no los agarre desprevenidos. 

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