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Nilda Eloy supo ser presencia. Su rostro estaba allí siempre que una mirara alrededor en una audiencia de juicios por crímenes de lesa humanidad. O su melena blanca. Presente.
Nilda puso el cuerpo. Tenía 19 años y estudiaba Medicina cuando el 1 de octubre de 1976 la secuestraron de la casa de sus padres. “En el patio lo pude ver a Etchecolatz, que vigilaba toda la situación. A Guallama lo reconocí después como el chofer del auto que me llevó”, evocó en su testimonio en el juicio por el Circuito Camps.
El 4 de octubre fue trasladada a “La Cacha”. Mientras los represores la llevaban junto a un grupo de personas, hicieron simulacro de fusilamiento en el Parque Pereyra Iraola. “No puedo afirmar si fue así, porque no sé si todos los que bajamos del camión subimos”, declaró.
Estuvo en siete centros clandestinos de detención. En la Comisaría Tercera de Lanús llegó a pesar 29 kilos. Estuvo junto a las y los adolescentes de La Noche de los Lápices en el Pozo de Quilmes. “Eran tan chicas que no lo podía creer”. Del Destacamento de Arana recordó que “escuchaba torturas, había mucha gente, muchos gritos”.
El Vesubio, supone, fue el lugar en el que estuvo después. “Era como una casa y nos llevaron a un calabozo de mujeres”. Luego la llevaron a “El infierno”, donde permaneció en “un calabozo muy chico; teníamos que hacer turno para sentarnos. Fueron dos meses horribles”. Fue en la Comisaría Tercera de Lanús donde se encontró al límite de la condición humana: “Llegué a pesar 29 kilos”. En la cárcel de Devoto fue legalizada y mediante una compañera informaron su situación a la familia, poco antes de ser liberada.
Sobrevivió. Se unió a la Asociación de ex Detenidos Desaparecidos.
Nilda puso palabras a esos recuerdos del horror. Y fue testigo cada vez que hizo falta su voz, el testimonio, restituir el nombre de una compañera o un compañero. Restablecer la identidad de quienes estuvieron con ella en cada uno de los pozos del terror, en los círculos del infierno.
Su tenacidad, su memoria prodigiosa, su obsesión fueron claves en las vidas de Nancy Rizzo, Liliana Galeano y Claudia Congett, por ejemplo, que supieron del destino final de sus padres de su boca.
La persistencia de aquel 18 de septiembre en el que Jorge Julio López no llegaba. La sospecha lúcida de la desaparición del militante albañil. La certeza de que nada podía detenerse.
Esa inmensidad fue Nilda Eloy. Esa valentía contra las tempestades de los fantasmas. Esa convicción por el futuro.
Nilda murió. La despedida fue en un espacio sindical, el de ATE Provincia. Su cuerpo no estuvo allí. Ella decidió donarlo a la Facultad de Medicina, donde estudiaba cuando la secuestraron. Imágenes de su cabellera negra y luego blanca se desplegaban en el salón. Cientos de personas se abrazaban como un refugio de su ausencia. Nilda tenía 60 años.
En estos días de 2x1, absoluciones, prisiones domiciliarias que nadie controla y tanto retroceso, los dolores duelen más. Lo siniestro de sacar a las personas de sus vidas y arrojarlas a la humillación y el desconcierto deja marcas imborrables. Y si además la justicia tarda 30 años, esa indignidad se prolonga en el tiempo y en los otros.
Ella sabía que la impunidad es tan perversa como la tortura, por eso se levantaba cada día dispuesta a enfrentarla. "Buscar justicia por los caminos que hubiera", decía, y hacer los caminos mientras la buscaba.