La historia oficial dice que, hace 20 años, el secuestro, martirio y asesinato de un reportero gráfico cambió la relación de la prensa con el Poder en la Argentina. En rigor, esa historia se empezó a escribir unos cuántos años antes, en esa misma década de pizza, champagñe y nuevos ricos, a partir de dos episodios puntuales que, de haber tenido la difusión que merecían, hubiesen permitido evitar el Caso Cabezas y marcar un antes y un después en la forma de tratar al periodismo.
Dos episodios que ya por entonces mostraban que había un Poder que hacía lo que quería y que lo hacía con el derecho que asiste a quien debe “soportar” a “periodistas molestos”.
Por aquellos años, justo es decirlo, gran parte de la sociedad entendía que los periodistas eran una raza de tipos y tipas que “hinchaban las pelotas y preguntaban boludeces”. Y lo decían en la mesa de café, en la sobremesa, en la cola de la panadería, como si en la Argentina no hubiese pasado nada.
Dos episodios, dos avisos.
Cinco años antes de la fiesta de Andreani, de la Cava, de la foto a Yabrán que para él fue “como pegarme un tiro”, la Justicia tuvo el primer aviso y lo desoyó. Fue en San Isidro, junto a los paredones de la mansión del cartero desde donde su custodia les disparó a dos periodistas de Noticias que insistían en “hablar con el señor”. Los balazos pasaron cerca, al fin y al cabo eran para intimidar, nomás. Para intimidar, del mismo modo en que fue “el asunto de Cabezas” pero con otro final. El desarrollo de la causa penal por la agresión de la custodia de Yabrán en San Isidro tuvo ribetes mamarrachescos. Basta con mencionar una postal: el juzgado mandó a allanar y fue un solo policía panzón al que, por supuesto, no le abrieron los portones. Y se fue el tipo, subiéndose los pantalones, sin siquiera rezongar.
Sobre ese episodio nadie habló, nadie escribió.
Un año antes del asesinato de Cabezas hubo otro aviso: fue en Pinamar, frente a la casa de la calle La Ballena donde el magnate tenía su refugio familiar. Dos periodistas de la TV marplatense fueron corridos a hondazos de bolitas de acero.
Dañaron el móvil y, lo peor, lastimaron feo a uno de ellos de apellido Pino. La denuncia originó una causa que cayó en manos de la jueza Miriam Darling Yaltone, que tuvo dos grandes corajes: el primero para procesar a un custodio de apellido Boyler como autor de los hondazos. El segundo, imputar a Yabrán por su responsabilidad como empleador del muchachón de la gomera y las bolitas de rulemanes. De esa causa nadie habló, nadie escribió hasta que un año después, con el cadáver de Cabezas todavía humeante, alguien en los tribunales de Dolores la sacó de un cajón y la mostró con entusiasmada preocupación: “Che, miren que está esto, eh”.
Dos avisos, dos hechos periodísticos que curiosamente recién trascendieron mucho después de ocurridos y después de que Cabezas fuese baleado y quemado.
Dos episodios graves, que pudieron haber cambiado la historia y por los que la señora Mirtha Legrand no me invitó a comer. Ni a mi ni a nadie.