Algunas reflexiones a propósito del sindicalismo político en la Argentina

Por Ezequiel Meler * .-

El nacimiento de un partido genuinamente sindical en la Provincia de Buenos Aires nos motiva a reflexionar en torno al peculiar modo en que se ha desenvuelto la relación entre el movimiento obrero y la política en la Argentina. No diremos que esa historia comenzó en los años cuarenta, pero es indudable para cualquiera que tomó allí un camino, si se quiere, inesperado.

 

Bien conocido es el balance de las jornadas populares de octubre de 1945, en que un militar desconocido dos años antes supo convertirse en el árbitro y máximo referente del movimiento que domina la política argentina hasta nuestros días. El camino ha sido ilustrado en varias ocasiones: utilizando todo su capital político, nos dicen los investigadores, Perón –pues de él se trata- puso a su servicio a los sindicatos, maquinaria formidable que, asistida no sin tensiones por políticos avezados de procedencias diversas, pudo finalmente imponerse a la suma de todos los partidos conocidos. Hasta aquí, la leyenda.

 

Pues, en rigor, los sindicatos previos a la primera presidencia de Perón no eran precisamente organizaciones de masas, ni contaban con una estructura nacional capaz de suplir la ausencia de apoyos partidarios formales. Fue la habilidad de Perón la que permitió asociar, a ese capital bastante básico y geográficamente acotado, otras bases sociales, procedentes de las inquinas que existían entre las dos grandes familias políticas de aquellos años: conservadores y radicales.

 

Piense el lector un instante: ¿hubiese sido posible el voto masivo a Perón sobre la sola base de los obreros sindicalizados, en un país que, en aquellos años, era predominantemente rural? No lo parece, y los análisis electorales lo confirman. Pese a que fue visto como el partido de los trabajadores, el peronismo fue, en rigor, muchas otras cosas conforme la distancia a Buenos Aires se ampliaba. Fue, sobre todo, la mayor coalición de intereses posible en un país en que la fábrica se hallaba muy lejos de dominar el paisaje social. Por el contrario, y fruto de las trampas que a veces nos juega la memoria, la existencia de un sindicalismo de masas sería un subproducto de la caída de Perón, no de su ascenso.

 

Pero aunque el sindicalismo domina –y por buenos motivos- las memorias de la proscripción en un país que conocía ya la vorágine del desarrollo, aún entonces, en los años sesenta y setenta, la opción de un partido basado exclusivamente en los sindicatos sufrió decepción tras decepción. Los lectores con un corazón de izquierda posiblemente recuerden primero la frustrada experiencia del sindicalismo político cordobés, que decayó apenas consagrado el retorno de Perón. Por supuesto, debe también considerarse el fracaso del sindicalismo peronista bajo el gobierno de Isabel: fue allí cuando, por primera vez, los dirigentes sindicales comprendieron que el salto a la política contenía una dificultad a la postre insalvable, como era la suspensión de los intereses de sus representados en aras de un despegue que no fueron capaces de dar.

 

El retorno de la democracia halló al peronismo dominado por un manojo de sindicatos de estirpe vandorista: dirigidos por Lorenzo Miguel, a la sazón secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica y de las 62 Organizaciones, los hombres y mujeres del movimiento obrero tomaron las decisiones sobre candidaturas y alianzas, y llevaron al peronismo a su primera derrota en elecciones libres. Su senescalía, en cualquier caso, fue efímera: muerto Perón, derrotadas las organizaciones de izquierda que habían promovido el camino insurreccional, el nuevo rival del miguelismo salió del lugar menos pensado: de su propio patio trasero.

 

Fueron dirigentes políticos hasta entonces ligados a las 62 Organizaciones, como Antonio Cafiero, quienes, aliados al sindicalismo anti dictatorial de “Los 25”, a los gobernadores del interior y a los restos de una juventud forjada en la dura experiencia del terror, convergieron en ese extraño conjunto que, a falta de un nombre más original, se llamó a si mismo Renovación Peronista.

 

Los Renovadores propusieron un peronismo para la nueva democracia, algo que, antes que nada, implicaba reconocer que el movimiento político nacido en los años cuarenta ya no constituía una mayoría automática, ni estaba en condiciones de reclamar la patente de lo popular. Procedimientos transparentes para la selección de autoridades partidarias y candidatos, elecciones internas y elaboración de una plataforma adecuada a los imperativos de la hora fueron algunos de sus reclamos. La fortaleza de las organizaciones no se discutía, pero era tiempo de institucionalizar algo distinto al mero hecho de fuerza: la militancia por la idea.

 

Si ese módico programa supo ser exitoso, ello se debió tanto a sus méritos inherentes como a los antecedentes que trataba de superar. La industria sustitutiva estaba virtualmente quebrada, una extensa porción de la clase obrera realmente existente se aglomeraba en villas de emergencia, mientras que otra parte adoptaba los consumos y las prácticas culturales de la clase media. En ese contexto, la reedición de un proyecto basado en la vieja columna vertebral y sus afiliados sabía a poco.

 

El peronismo que se adaptó a la democracia a partir de mediados de los años ochenta no portaba una intencionalidad maléfica, pero sabía que nada podía resolverse apelando a las certezas de treinta años atrás. Apelando a los flaqueantes recursos del Estado, en poco tiempo superó todo lo que el movimiento obrero pudo hacer para disputar su conducción. Y, cuando estuvo en condiciones, resolvió su fórmula de gobierno en la primera y única interna que pudo garantizar.

 

Una extensa literatura habla de la desindicalización del peronismo como si la matriz sindical fuese la única modalidad de representación de intereses que éste alguna vez adoptó. Olvida algo que los sindicalistas deberían recordar: que hay un mundo, y muy amplio, más allá de las condiciones y convenios que, con mucho mérito propio, han vuelto a negociar.

 

En las condiciones actuales, hablar de un sindicalismo político supone un auditorio reducido por el empleo informal, la baja tasa de agremiación, el desprestigio de sus dirigentes y la realidad de una industria acotada que no ha recuperado, ni puede recuperar, sus veleidades autárquicas, en el seno de una sociedad signada por la profunda desigualdad de los ingresos. Aquellos dirigentes que se propongan revertir dicha situación deberán, antes que nada, sentarse a pensar en cómo trascender una modalidad de representación de intereses demasiado acotada para ser electoralmente interesante. Si alguna vez el peronismo estuvo cerca de la utopía laborista, hoy no parece el caso.

 

*Profesor de historia UBA.

 

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