“Violencia”, decía Jorge Lanata. “Lo que necesito es violencia”. Con un gesto fastidioso se inclinaba hacia atrás con el ruido de la silla holgada, las rueditas aplastadas y un sonido insufrible.
Era en la revista XXI, en el año 2000. Yo hacía semanas que preparaba mi nota 24 horas en una patrulla bonaerense. Había atravesado tiroteos con un chaleco antibalas. Había visto temblar la ametralladora del cana frente a mí, un pobre tipo pasado de merca que estaba obsesionado con el sueldo y me apuntaba sin darse cuenta y le temblaba la mano. No era suficiente riesgo para Lanata.
Tuve que meterme en un operativo en los monoblocks a las cinco de la mañana con el Grupo Halcón y todos los jerarcas. Ver las patadas en las puertas débiles y las mujeres gritando, llorando, porque se llevaban a sus hombres.
-Vos sos una hija de puta. Estás con la yuta.
La mujer me escupió. No dije nada.
Las cosas que hay que hacer para que te tengan respeto.
Jorge Lanata y la primera impresión
A Lanata lo conocí en su oficina de Página 12, minúscula, atiborrada de papeles. Hacía largos ademanes y hablaba precipitadamente. Cuando hacía silencio, pensaba y decidía sin mucha explicación.
Ya era vanidoso, sarcástico, iba al hueso en las conversaciones y tenía la energía de un remolino. Ideas brillantes. Una tras otra en su cabeza, como demonios divinos.
image.png
Jorge Lanata, like a rolling stone.
Luego de Página 30 hicimos Viaje al fin de la noche, un programa que tuvo poco éxito. Ya era provocativo y su forma de conseguir la información era temeraria. Para conocer como funcionaba “Asistencia al suicida”, nos hacía actuar como suicidas y ver cómo nos iba. Trabajábamos Romina Manguel y yo. Era divertido y siniestro.
Lanata era así, también. Tenía un lado oscuro que me parecía sublime, pero me dejaba un gusto muy amargo.
Era monumental. Incomparable.
Un experto manipulador que frenaba a tiempo. O pocos metros más. Y sonreía frente al vértigo.
Fue mi maestro. El primero. Con él aprendí a escribir una nota. A destrozarla. A inventarla. Era un modus operandi que describía muy bien el director de Página 30, Martín Caparros, cuando decía “no importa si es verdad, que sea verosímil”.
Claro. Por ese entonces denunciaba al monopolio de Clarín, desnudaba a la policía, era ponzoñoso con los artistas. Y era el verdadero capo mafia del progresismo argento.
Conocía el juego del premio y el castigo y jamás pagaba una deuda.
jorge lanata2.jpg
Jorge Lanata, siempre en el centro de la escena.
Cuando se convirtió, muchos quedaron atónitos. Yo ya lo conocía. No hacía más que usar su capacidad de operación política en otro lado, para otros intereses. Pero era el mismo. El mismo inventor de verdades no chequeadas pero fabulosas, arrastradas por su inmenso poder de convicción.
Sólo que ahora jugaba para la gente con poder con todo su desparpajo. Sin rodeos.
Hizo uso del progresismo para generar una moral que no tenía y ganar una credibilidad inclaudicable.
Para unos, unos años; para otros, los siguientes.
La metodología estaba intacta.
Su objetivo, también.
Las mil caras del mismo Jorge Lanata
Quería ser disruptivo, quería ser popular, quería dinero. Consiguió lo que quiso.
Lo que dejó en el camino fue un disfraz.
Y la nueva indumentaria le calzó perfecto.
Él era, al fin y al cabo, la generación de los 90.
jorge lanata5.jpg
Jorge Lanata, divertido y siniestro.
Ahora es una huella imborrable de lo que ha sido el periodismo a lo largo del tiempo. Un golpeador de títulos. Un historiador fantástico. Una marioneta del poder. Con la certeza de que no había otra forma de hacer un periodismo audaz, beligerante y consumido.
No hubo otro como él.
Multifacético, audaz, capaz de inventar y sostenerlo, y olvidarlo después. Con una gracia y un garbo envidiables.
Los demás no lo alcanzan. Se tropiezan con torpeza, vociferan, gritan, producen entrevistas en la oscuridad sin repreguntas. No tienen el más mínimo bagaje intelectual.
En fin. Que era lo mejor de los peores. Y supo ser el peor de los nuestros.
Ese traidor brillante que sonríe desde su oscuro escritorio. Ese fantasma voraz que se comió a sí mismo. El seductor emperador de la falacia.
Nuestro querido traidor. El único. Brillante.
Me da una pena inmensa. Con él se muere una parte de mi vida.
Y esa fantasía de redención.