"Ese régimen implicaría una competencia de monedas, un régimen en el que el peso y otras monedas como el dólar puedan coexistir y puedan ser usados libremente", dijo. "Otros países en la región, como Perú y Uruguay, tienen sistemas como ese", añadió. Ese ruido se escucha desde lejos.
¿Será sólo de eso que habla Milei?
Modelos hay muchos. Se habla, como se acaba de mencionar, de Perú y Uruguay, países que, en verdad, no tienen nada que ver con ninguna forma de dolarización. También de casos plenos o semiplenos, a los que se llegó en medio de una hiperinflación –como en Ecuador–, de modo más ordenado –El Salvador–, por decantación geopolítica –Panamá– o silvestre – Venezuela–. Por último, Cuba es también un caso de economía bimonetaria y niveles de vida bipolares: uno para los habitantes que tienen acceso a divisas y otro, de subsistencia, para quienes no lo tienen.
¿A dónde nos quieren llevar?
Mojones en el camino de la dolarización
Con problemas de gestión urgentes y de difícil solución, encuestas que –en frío, hay que aclarar– resultan adversas y el gesto adusto del Fondo, el avance del dogmático presidente argentino hacia la dolarización sería más cuestión de posibilidades que de vocación.
Por lo pronto, el vigente decreto de necesidad y urgencia (DNU) 70/2023 ya establece la posibilidad de celebrar contratos en cualquier moneda –cosa que permeó claramente en el mercado de alquiler de viviendas– y el Banco Central está tomando deuda, por primera vez, en una moneda que no emite, el dólar, a través de los Bopreal. Son señales.
El regreso de las referencias a una reforma monetaria que muchos analistas –no así Letra P– han dado por muerta una y mil veces coincidió con pistas sobre el futuro inmediato de la economía.
El jefe de Gabinete estimó en su primera aparición pública que "el tipo de cambio nominal (oficial) se proyecta a 1.016 pesos" para fin de año y la inflación, en 139,7% interanual a diciembre". Interesante, porque es la primera vez que el Gobierno divulga sus grandes proyecciones macro y porque esas definiciones dejan mucha tela para cortar.
Si Posse habla de un dólar oficial a 1.016 pesos, cabe suponer que el Central mantendrá las actualizaciones del 2% mensual por lo menos hasta hasta el final del año, por debajo de la inflación de los próximos meses. Esto es que el cepo cambiario –artilugio que le permite acumular reservas, recaudar en base al impuesto PAIS y darse el lujo de bajar la tasa de interés para licuar sus pasivos sin riesgo de corrida cambiaria– continuará por lo menos hasta algún momento de 2025.
Además, la proyección de inflación de 2024, que queda tres décimas de punto porcentual por debajo del 140% –¡vaya puntería!– sólo podría concretarse si esta partiera, supongamos, de 6,5% este mes yse desacelerara medio punto porcentual cada mes hasta quedar por debajo del 3% en diciembre. Posse es un optimista del gol.
El dogma mileísta opera en base al manejo de los agregados monetarios, una metodología no precisamente de vanguardia. En ese sentido, ante los empresarios que acudieron al CICYP explicó que "nosotros no estamos poniendo pesos en la economía. Por lo tanto, digamos, o sea, vamos a ir a un régimen donde el peso va a quedar fijo y ustedes van a elegir la moneda que quieran (…). Eso sí: el peso va a estar como una roca porque no se mueve (…) y, en la medida que la economía se expanda, la cantidad de pesos relativamente va a ser más chica. Y, cuando ustedes se den cuenta, va a ser tan chica que podré dolarizar la economía o cualquier esquema monetario de esos y eliminar el Banco Central".
El ajuste fiscal y monetario, entonces, serían permanentes, y el sistema solamente se monetizará con "los dólares del colchón" que vuelquen exahorristas devenidos en sobrevivientes, inversores atraídos por alguna forma de RIGI y evasores interesados en blanquear a costo cero lo que obtuvieron Dios sabe cómo.
Todo comienza a quedar un poco más claro.
La visión de Milei
Repasemos. Si el dólar oficial seguirá moviéndose al 2% mensual, si el Gobierno imagina que la inflación se acercaría a esa orilla hacia fin de año –más allá de las acechanzas conocidas, de las que este medio ha dado cuenta– y si la tasa de referencia ya está en 40% anual –3,33% cada 30 días y en descenso–, las autoridades indican que prevén generar, por fin, un alineamiento de esas tres variables en torno al 2% hacia fin de año o comienzos de 2025, cuando le pondrían fin a uno de los descalces más llamativos del plan en curso y podrían pensar en levantar el cepo –reservas fortalecidas mediante– con menor riesgo de corrida cambiaria.
Recordemos lo dicho por la vocera del FMI. Primero, apertura del "cepo" y luego competencia de monedas. ¿O dolarización? En todo caso, ¿cuál?
¡Vamos de viaje!
Por falta de reservas para comprar todo el circulante de pesos, Milei ya resignó hace tiempo los modelos de Ecuador y El Salvador, agua que arrojó al vertedero junto con la humanidad de Emilio Ocampo.
Del modelo peruano puede decirse que tiene una estabilidad macro inversamente proporcional a la política. En efecto, los presidentes se retiran siempre rodeados de descrédito, son destituidos o terminan presos, pero la estabilidad económica no se pone en cuestión. El PBI crece, pero el derrame es muy, muy pequeño. Entre elogios y cuestionamientos una cosa es clara: Perú no está dolarizado.
Obviamente, no tiene cepo y existe libre movilidad de capitales. Las casas y departamentos se compran, venden y alquilan en dólares, pero nada más: para todo el resto existe el sol, una divisa que flota de modo administrado contra la estadounidense, pero que es la que se usa para todas las transacciones cotidianas, sin excepción, más allá de los circuitos de hoteles y restaurantes para turistas que existen en todo el mundo.
Cosas similares podrían decirse de Uruguay, que suma una estabilidad política y una convivencia democrática modélicas, así como un nivel de desarrollo humano mucho mejor.
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Es posible que ambos países sean mencionados porque los promotores del esquema encuentran allí idearios más tolerables dentro de su escala de prejuicios, aunque tildarlos de dolarizados no se sostiene. O será, en todo caso, el modo en que el FMI pretende contener la pasión de Milei por la experimentación con cobayos.
Fuera de esos casos, presentar al resto de los países mencionados como espejos de la tercera economía latinoamericana –sí, la nuestra– lleva a fruncir el ceño con preocupación.
Al final, ¿seremos Venezuela?
La dolarización de la economía venezolana fue un proceso silvestre, dado por la necesidad de la población de hacerse con una moneda que asegurara referencias para las transacciones y un abastecimiento adecuado de productos de primera necesidad en medio de un derrumbe productivo y una hiperinflación prolongadas bajo la sombra de Nicolás Maduro.
Según el Observatorio Venezolano de Finanzas –OVF, una fuente de información confiable–, la inflación fue del 550% en 2016; 2.683,7% (2017); 1.698.488,2% (2018); 7.374,4% (2019); 3.713% (2020); 660% (2021); 305,7% (2022) y 193% en 2023. Este año está en un lugar claramente más presentable que la Argentina.
Si se repasan esos números, se advierte que el "milagro" de la desinflación se dio entre 2018 y 2019, cuando cayó de 1.698.488,2 a 7.374,4% para iniciar un proceso positivo. El secreto no fue un plan económico brillante –el gobierno se especializó en sacarle ceros una y otra vez a la moneda nacional–, sino su decisión de derogar en 2018 la ley de Ilícitos Cambiarios y el "gran apagón" del año siguiente, que complicó el uso de medios electrónicos de pago y generalizó el cash verde. ¿Será algo análogo el golpe final que Milei y Caputo pergeñan contra nuestra megainflación? Después de tanta perorata en la era kirchnerista, sería toda una paradoja que sea la derecha la que termine por fundar Argenzuela.
La transición venezolana se facilitó por el carácter petrolero de la economía, lo que, más allá del desquicio del madurismo, permitió –salvando oscilaciones de mercado– un acceso importante a divisas duras. Esa parte, por ahora, falta aquí, pero podría tomar cierto impulso primero con el blanqueo, luego con alguna restauración del crédito internacional y, finalmente, con un proceso de inversiones como el RIGI. ¿Será por esto que ese esquema es apurado con tan pocas salvaguardas sobre sus impactos negativos más mediatos?
Hoy, en Venezuela se compra de todo con dólares o con la moneda local, el bolívar. Con la divisa estadounidense, cuya circulación ya predomina, se puede ir al supermercado, a la verdulería, a un shopping o a una casa de electrodomésticos. También, comprar comida al paso o, si se dispone de billetes chicos, viajar en colectivo o metro. El vuelto es recibido en dólares, si el vendedor los tiene, o en bolívares.
El proceso argentino tomaría velocidad si, por ejemplo, el Gobierno decidiera luego permitir el pago de impuestos o de servicios públicos a empresas privadas en dólares, y, si él mismo los tuviera, si comenzara a pagar salarios o jubilaciones en esa moneda. En tal caso, el reemplazo se haría virtualmente total, como ocurre en Panamá, donde lo que circula es el dólar y el balboa hace las veces de cambio chico ante la falta de monedas.
¿Será ese, uno residual, el destino de un peso que Horacio Rosatti dice que la Constitución manda mantener aunque sea de modo simbólico?
Si la competencia de monedas que propone Milei quedara en manos de "los propios individuos", el proceso de dolarización sería silvestre y doloroso, y podría generar de entrada un abismo social como el que se abrió en Venezuela –y en Cuba– entre quienes acceden a divisas duras y quienes no lo pueden hacer.
Además, conforme la divisa fuerte se expanda, poco a poco la expansión generada por la estabilidad y la reaparición del crédito daría lugar a problemas crecientes; nada que cualquier argentino que haya vivido en los 90 no recuerde. Así, los costos de las empresas crecerían paulatinamente y la recuperación del salario te la debería. En el mediano-largo plazo, las exportaciones perderían competitividad, el mercado interno languidecería y los shocks externos se deberían afrontar con recesiones largas y bajas nominales de precios y –diría Patricia Bullrich– de salarios y jubilaciones.
Igualito que en la antesala de 2001, sólo que ya sin vuelta atrás.