Hace sesenta años Marshall McLuhan postuló que la materialidad del mensaje (el medium) era el verdadero mensaje. Todavía estábamos en el reino de las formas. Y de la publicidad: el célebre dicho “una imagen vale más que mil palabras” resumía una época. A principios de los 90 los expertos locales en semiótica y en análisis del discurso lo explicaban mediante el ejemplo de la “silla vacía”: Carlos Menem le había quitado el cuerpo al debate con Eduardo Angeloz (desde entonces, al parecer, rige el mito de que el presunto ganador no debe ceder a las invectivas públicas de su oponente). Hoy, en cambio, vivimos bajo el reino goloso de las redes virtuales –con sus difusos alcances y sus no menos indefinidos resguardos: como por arte de magia, todo se puede borrar en un segundo–, de la inteligencia artificial, del algoritmo y de la pos-verdad. No es el reino del sálvese quien pueda –el sistema oculta su fuerza primitiva–, sino el del más libertino todo vale. Todo se puede decir, postular, en nombre de una libertad parecida al delirio, como todo se puede ignorar o tergiversar, lo mismo da (el parámetro global es el rinde).
Pero las retóricas efectistas del escenario virtual no están atomizadas, todo lo contrario: van y vienen, conectan y reconectan con el mundo más tradicional de los medios masivos de comunicación: el diario y la tv. Filtran lo jocoso en lo supuestamente serio, y viceversa. El resultado no es lo jocoserio –género decimonónico que atravesó incólume el siglo XX–, sino la distorsión, el enmascaramiento, la prestidigitación, la verba volatinera. En ese marco, a los escritores que aceptan la compulsa de publicar opinión se les pide (indirectamente, claro) sarcasmo, ironía, estiletes graciosos, en definitiva, que sus escritos tengan punch (a veces ocurre que la fantasmal petición coincide con el estilo y el asunto adquiere entonces un ribete de tipo airano). Como sea, el lector no se lo toma demasiado en serio. Lee como se mira un programa de chimento: con una cuota de curiosidad y otra de desconfianza. Pero hay veces que el chiste es malo, que la boutade con afán provocativo se desgrana en una serie de lugares comunes –en todo caso, estridentes por lo dominantes, porque están en boca de todos–, que el sarcasmo se contamina de necedad y en su lugar desborda, como el chirrido furioso de una olla a presión, la vibración reprimida que les da sustento: pura ideología. Ejemplo de ello es el texto que Pola Oloixarac publicó, como viene haciendo con cierta regularidad, el domingo 4 de junio en el diario La Nación. No queda otra opción que tomárselo en serio: despejar el humo y quedarse con la brasa, o separar la paja del trigo, como también se dice. Veamos.
Como el habitual jornal de su decir cáustico, el texto de Oloixarac no exhibe muchas ideas, sino una central que se exprime para hacerla rendir y decir de diversas maneras lo mismo. La idea en este caso es que Javier Milei representa lo reprimido del peronismo que emerge, desenfrenado: “Lo espectacular en Milei no es ni su discurso, ni su relación simbiótica con los medios, sino el hecho de que encarna el ello peronista desatado, en estado de ebullición” (idea secundaria; la principal es que Milei y Cristina Fernández de Kirchner forman parte de lo mismo o, más rotundamente, son lo mismo). Los ejemplos o argumentos que da Oloixarac son conocidos: el vínculo de Milei con el Grupo Eurnekián, de quien fuera uno de sus economistas estrella, por un lado; su regocijo en la abierta reivindicación del menemismo (la candidatura de Bussi o sus loas a Domingo Cavallo hablan por sí solas). Hasta aquí la idea, o planteo, despliega una lectura en clave psicoanalítica –el psicoanálisis debe ser uno de los saberes más brutalmente saqueados de los últimos tiempos–, no muy suspicaz, pero un tanto más estilizada que los diagnósticos de Nelson Castro con los que se alía: las dos caras del peronismo, el reprimido (el Ello) y el contenedor (el Yo) se disputan el escenario electoral. (Dice Oloixarac: “Detrás de Milei regresa a la superficie la vieja guardia menemista, la misma que fue acallada durante veinte años de kirchnerismo”). A primera vista, la idea es sugerente. Se trata de la colisión interna de una fuerza política histórica, que tiene, como toda organización política trascendente, sus expresiones encontradas. Para decirlo rápidamente: el peronismo retrógrado y neoliberal, por un lado, el peronismo progresista –“izquierdoso”, en boca de Oloixarac–, por el otro.
Pero, ¿en qué se basa la mirada clínica de Oloixarac? A medida que uno avanza en la lectura percibe que algo está faltando. Además de figuras retóricas, qué datos, qué hechos, qué secuencias, qué episodios elige leer la escritora opinante para llegar a esa proposición. Lo primero es la figura del “León”: Milei ahora se cree dueño del circo, brama ante las cámaras de televisión, maltrata a sus pares, destrata al periodismo. Es el ello peronista en ebullición. En sus palabras: “El diputado libertario entra en shock cuando los periodistas se disponen a cuestionar y analizar sus dichos”. Oloixarac elige una foto de una larga película, pero cabe preguntarse: ¿qué periodistas? O, dicho de otro modo: ¿cómo se desató la fiera? ¿Quién, dónde, en qué espacios y qué agentes concretos hicieron de su figura el macho alfa que puede decir lo que quiere sin ser cuestionado? Oloixarac dice que Milei se arroga pleitesía… Pleitesía y algo más es lo que recibió durante varios meses por el tándem de periodistas que trabajan en la señal de cable del diario donde Oloixarac escribe. ¿Acaso la escritora devenida opinóloga no tiene capacidad de leer el mecanismo de esa relación simbiótica con los medios? Para Oloixarac, “el desparpajo de locura oral” de Milei “evita mágicamente el castigo”, nadie le pone coto. La palabra clave aquí es “mágicamente”. Milei debe haber sido la figura política más expuesta en los medios durante los últimos nueve meses (el tiempo de un parto). Inventaron un León y reclaman un gato civilizado sobre la mesa de los buenos modales. (No fue magia le dirían a Oloixarac del otro lado de la grieta).
Así como elige pasar por alto los engranajes de esa fábrica, Oloixarac insiste con asimilar al fugaz representante del neoliberalismo fascistoide con Cristina. El artículo comienza citando un tuit de Milei en el que este abomina del “establishment político y económico” que quiere destruirlo. Y Oloixarac compara: “Milei comparte este rasgo de su personalidad con Cristina Kirchner. Ambos son centros unívocos de perversos complots”. Y reincide: “Como la vicepresidenta, Milei denuncia el accionar de los ‘poderes concentrados’ que conspiran contra él: Cristina dice que la quieren desaparecer y Milei, que lo quieren ‘desaparecer’ de Twitter”.
A CFK le pusieron un revólver a 20 centrímetros de la cara. CFK no dice que la quieren desaparecer (dice, sí, en cambio, que está proscripta). Antes de desafiar presuntuosamente el desbarrancadero, la escritora opinante debería haber prestado oídos a alguna de las últimas intervenciones de CFK, como por ejemplo la que realizó en el Teatro Argentino el 27 de abril pasado. Allí dijo: “Esos mamarrachos que andan diciendo que la casta tiene miedo, ¿de qué tiene miedo? ¡Si nunca te pasó nada hermano…! ¡Qué me venís a joder!”. Eso dijo Cristina, con premeditada calentura de quincho. Comparar un atentado contra una vicepresidenta con un hilo de tuit rabioso solo es posible en el espectacular reino del todo vale. En ese nicho, la libertad avanza.
Ciertamente, se me dirá, el texto de Oloixarac se integra metódico a la punta de lanza del holding de los Saguier. Pero salgamos del universo McLuhan. Imaginemos que ese mismo texto haya sido publicado en una revista de alguna agrupación o centro estudiantil de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. (La opción no es disparatada: allí se formó la autora; incluso cierta vez integró un dossier sobre nueva narrativa argentina que organizamos con una colega de La Plata para una revista académica que aún hoy puede descargarse gratuitamente). En ese caso, lo que seguiría llamando la atención es la flagrante actuación del Super Yo macrista –para completar la metáfora clínica– en el decir del texto. Una actuación en sordina, flagrante por ocultamiento. En este sentido, no resulta tan sorprendente la comparación Milei-CFK como el deliberado escamoteo que la hace posible: Pola Oloixarac pasa olímpicamente por alto las notorias conexiones (declaradas incluso por sus protagonistas) entre Milei y la llamada “ala dura” del PRO, o sea entre Milei, Macri, Bullrich y sus adláteres. Hay, sin embargo, decenas de postales que lo avalan. Empachan la mirada, Pola. (Hasta el lector más cautivo, aquel que lee a Morales Solá para hallar el reparo de la buena gramática a su pensamiento gorila, hasta ese lector esboza, a medio camino de la lectura, una semisonrisa cómplice). Bullrich elogiando y abrazando en un estudio de La Nación+ al León; Macri postulando los beneficios de asemejarse al “caniche ruidoso” (aquel adefesio neológico de “semidinamitar” todo). Más aún: la verborragia exaltada de Milei recuerda la inescrupulosa respuesta del exintendente a una entrevista radial de Nelson Castro (¡otra vez!) sobre las personas en situación de calle (“¿Usted qué quiere, que los matemos?”, dijo el desbocado funcionario ante la asombrada desesperación del periodista que buscaba y no encontraba guiños a tiempo para sacarlo del precipicio y llevarlo a terreno firme). ¿O acaso los piropos de los que se jactaba el expresidente (“que lindo culo que tenés”) no se aproximan a los improperios machistas del despeinado melenudo? ¿El desprecio de Vidal por las universidades no hace juego con los vouchers para “no obligar” a nadie a estudiar? ¿Acaso la idiosincrasia ultramontana de Bullrich en seguridad –llamada eufemísticamente doctrina Chocobar– no va de la mano con el spot publicitario de Ricardo Bussi –el candidato tucumano de Milei– disparando a lo western contra fantasmas de personas? La palabra “desaparecer”, querida Pola, coincido, se ha sacralizado. Eso no es bueno para las palabras. Las palabras deben experimentar las vibraciones del uso, de los deícticos, de los referentes, de la historia. Pero largarse así nomás a despatarrar sobre desaparecidos con el recuerdo latente de Santiago Maldonado, “desaparecido” durante 78 días… ¿Con, o sin comillas, Pola? Ay… ¿Habrá sido el inconsciente que decidió poner a rodar el término troll en esa nota, justo ese término, que se pega como imán a los centenares de box con computadoras que Marcos Peña supo organizar con agentes pagos y cuentas falsas como tributo a la comunicación clandestina?
No es delgada la línea que separa la opinión cívica de los escritores de sus posicionamientos en el mundo literario. Al contrario, la brecha suele ser abismal. Por eso los grandes escritores evitan siempre el cruce temerario y si lo hacen es o bien porque el mundo literario no existe sino subsumido al político, o bien porque su obra ha alcanzado ya el valor de los clásicos y pervive más allá de los temblores exógenos. Los ejemplos son previsibles. Pienso en Sarmiento recién instalado en Santiago de Chile, capaz de polemizar hasta con la vida privada de una monja –en un país ultra católico– con tal de que su nombre se agite y cruce los Andes a través de la prensa. Pienso en Borges, claro, cuyas opiniones políticas siempre tuvieron el deliberado matiz (a veces insoportable) de lo extemporáneo. Hoy los escritores, los buenos escritores, aquellos que vale la pena leer o seguir leyendo rinden culto a sus lectores (literarios y no literarios), y optan en general por la parodia o la crítica acérrima, dejando el espectáculo de las ideologizaciones a cielo abierto a los epígonos del último Vargas Llosa.
Pola elige, en cambio, para decirlo con una imagen de la gauchesca, el desafío de los pasteleros. El embrollo, la mezcla, la audacia de escribir sin miramientos. Desbocada, Pola. Si fuera psicóloga, el riesgo sería serio.
El autor de este artículo es profesor de literatura argentina en la Universidad Nacional de La Plata e Investigador del CONICET. Publicó, entre otros, los ensayos Ficciones de extranjería (2008) y Sarmiento, redactor y publicista (2013); y la novela Horymír(2020).