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MEMORIA, VERDAD Y... ¿CUÁNTA JUSTICIA?

La resistencia frente al desierto judicial de los 90

Los organismos de derechos humanos no dejaron de reclamar la reapertura de los juicios.

Néstor Kirchner salió del Salón Oval de la Casa Blanca con una sonrisa en los labios: había conseguido, en su primer viaje como presidente, el aval de George W. Bush en la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), casi una proeza para un país que no lograba sofocar las llamas de 2001. Todavía le restaban algunas actividades en los Estados Unidos cuando recibió una noticia que le aflojó la mueca alegre: el juez español Baltasar Garzón estaba pidiendo la extradición de 46 represores argentinos para ser juzgados en Madrid. La solicitud aceleró los tiempos de decisión para un gobierno que no había cumplido dos meses en el poder.

Garzón investigaba desde hacía tiempo los crímenes cometidos en la Argentina entre 1976 y 1983 y había importunado con sus pedidos a Carlos Menem y a Fernando de la Rúa. Para ello, había recibido a víctimas, organismos de derechos humanos y sindicatos que impulsaban la aplicación del principio de jurisdicción universal –es decir, que un juez pudiera invocar en cualquier rincón del mundo su facultad de enjuiciar a los responsables de crímenes contra la humanidad ante la inacción de los tribunales donde esos delitos fueron consumados.

De la Rúa se había ido firmando un decreto contra las extradiciones que había caído bien en la familia militar. Kirchner debía decidir si daba un gesto para juzgarlos en el país o los mandaba a España. Apenas regresó de Estados Unidos, convocó a su gabinete a la Casa Rosada y firmó un nuevo decreto, el 420 de 2003, que obligaba a revisar una a una la situación de aquellos que eran reclamados desde el exterior. En Comodoro Py, el juez Rodolfo Canicoba Corral encarcelaba genocidas, buscaba prófugos y concedía arrestos domiciliarios a algunos de los jefes militares.

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El tiempo corría. En el Congreso ya empezaba a circular el rumor de que podría tratarse la nulidad de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que impedían el juzgamiento de quienes secuestraron, torturaron y desaparecieron durante la dictadura. Antes lo habían impulsado Juan Pablo Cafiero y Alfredo Bravo en la Cámara de Diputados. Lo propio había hecho Patricia Walsh. Sin embargo, jamás había existido el impulso presidencial.

El 24 de marzo de 1998, la Cámara baja recordó el aniversario del golpe a su estilo: derogó las leyes que se habían aprobado durante el mandato de Raúl Alfonsín. Al día siguiente, se convocó el Senado para seguir el mismo camino. Si bien el gesto político era importante –sobre todo, porque el mismo Menem había amenazado con vetar la norma si derogaban las leyes de impunidad–, no tenía efectos prácticos. Las leyes dejaban de existir a futuro, pero mantenían el manto de perdón hacia el pasado.

Cuando pincha hasta sangrar

La estocada final para el movimiento de derechos humanos fueron los indultos que firmó Menem entre 1989 y 1990. Una marcha multitudinaria, en la que solo se escuchaba un “No” rotundo contra el perdón presidencial, quedó en la memoria durante mucho tiempo.

Para algunos militantes, los años ‘90 fueron como atravesar el desierto. Así lo dice Osvaldo Barros, sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y referente de la Asociación de Ex-Detenidos Desaparecidos (AEDD). Era prácticamente imposible encontrar los resquicios para hacerle frente a la impunidad, pero nunca abandonaron las calles ni dejaron de pensar estrategias para hallar esas grietas.

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La verdad fue la que terminó pujando por la justicia. El gobierno de Menem quiso ascender, a finales de 1993, a Juan Carlos Rolón y a Antonio Pernías, dos de los célebres integrantes del grupo de tareas de la ESMA, y terminó generando un escándalo sin precedentes. Un compañero de armas, Adolfo Scilingo, sintió que lo que les pasaba a Rolón y a Pernías era una injusticia. Buscó al periodista Horacio Verbitsky y lo encontró en un subte. De ese encuentro derivó una confesión aterradora: él mismo había arrojado personas adormecidas al mar. Scilingo decía que todos ellos solo habían cumplido con las órdenes que la Armada había dado y ahora esa fuerza debería defender a sus hombres.

Después de Scilingo, hubo un sargento del Ejército que habló, Víctor Ibáñez, y también reconoció que esa fuerza eliminaba a sus prisioneros arrojándolos a las aguas. Ante las verdades que ocupaban el prime time televisivo, los jefes de las Fuerzas Armadas ensayaron unas “autocríticas”.

Corría el año 1995. Los hijos y las hijas de los detenidos-desaparecidos ya arañaban la mayoría de edad. Así fue como apareció en escena la agrupación Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S). No solamente reivindicaban la militancia de sus padres y sus madres, sino que, también, sacudían los cimientos de una sociedad que se había acostumbrado a vivir con los torturadores. Los H.I.J.O.S impusieron una modalidad de intervención callejera, el escrache, como forma de hacer justicia popular ante la falta de respuesta de los tribunales.

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Para Barros, el desierto empezó a dejar de ser tal para 1995. Al año siguiente, la movilización por el 24 de marzo fue multitudinaria. Algo estaba cambiando en las calles, pero el palacio seguía cerrado.

En enero de 1998, Menem hizo su última apuesta para clausurar el tema de los crímenes de la dictadura: firmó un decreto para demoler la ESMA y crear, en el predio de la Avenida del Libertador, por donde habían pasado alrededor de 5.000 prisioneros, un parque para la reconciliación. No pudo hacerlo porque presentaron un amparo la Madre de Plaza de Mayo Laura Bonaparte y Graciela Lois, cuyo marido había estado secuestrado en el campo de concentración de la Marina.

“Lo de Menem era un emprendimiento inmobiliario, pero significaba borrar la historia y todos los indicios de lo que había pasado ahí dentro. Yo estaba empecinada en preservarlo, porque sabía que Ricardo había estado allí. Por eso fuimos a la justicia, porque no queríamos correr ningún riesgo”, cuenta Lois.

Justicia perseguirás

A partir de 1995, los tribunales empezaron a recibir pedidos para que avanzaran en la averiguación de la verdad. Si no podían enjuiciar a los responsables, que por lo menos dijeran qué había pasado con los detenidos-desaparecidos. Emilio Mignone, fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), fue el gran impulsor de la iniciativa. Hubo Juicios por la Verdad en la Ciudad de Buenos Aires, en La Plata, en Mar del Plata, en Bahía Blanca y en otras jurisdicciones. Los procesos sirvieron para que los represores debieran presentarse ante los tribunales y, también, para secuestrar archivos o avanzar con la búsqueda de los restos. A principios de 2000, el Estado argentino firmó una solución amistosa con Carmen Aguiar de Lapacó, otra de las fundadoras del CELS, y se comprometió a continuar con este proceso de verdad.

En 1998, el dictador Jorge Rafael Videla volvió a ser detenido, esta vez, por el robo de niños y niñas. Las Abuelas de Plaza de Mayo encontraron una hendija en la ley de Obediencia Debida: la apropiación de menores no estaba contemplada dentro de los delitos que se perdonaban. Tampoco lo estaban las violaciones ni el robo de bienes.

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En 1998, el dictador Jorge Rafael Videla volvió a ser detenido. Esta vez por el robo de niños y niñas.

En 1998, el dictador Jorge Rafael Videla volvió a ser detenido. Esta vez por el robo de niños y niñas.

Ese mismo año, Abuelas denunció ante el juez Gabriel Cavallo que el teniente coronel Ceferino Landa y su esposa se habían apropiado de una beba durante la dictadura. La beba en cuestión era la hija de José Liborio Poblete y Gertrudis Hlaczik. Los tres habían sido vistos hacia finales de 1978 en el Olimpo, el centro clandestino que funcionó en Floresta.

Claudia Victoria restituyó su identidad en 2000. En ese momento, el CELS –con el acuerdo de Abuelas– se presentó en la causa para desafiar el andamiaje legal que funcionaba con las leyes de impunidad. El planteo fue el siguiente: no era lógico que se pudiera investigar la apropiación de Claudia Victoria pero no los crímenes –su secuestro y el de sus padres– que posibilitaron que esa chiquita fuera robada.

No era lógico que se pudiera investigar la apropiación de Claudia Victoria pero no los crímenes –su secuestro y el de sus padres– que posibilitaron que esa chiquita fuera robada.

El 6 de marzo de 2001, el juez Cavallo les dio la razón a las abogadas del CELS. Mientras María José Guembe se notificaba de la resolución en el Juzgado Federal 4 de Comodoro Py, su colega Carolina Varsky estaba en representación de esta institución en el juicio por la verdad por lo sucedido con Rodolfo Walsh. La estantería de la impunidad estaba tambaleando.

El caso se abrió paso hacia la Corte. El procurador Nicolás Becerra sostuvo que había que declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Cuando Kirchner llegó al Gobierno, esa era una de las batallas más importantes que se libraban en el Palacio de la calle Talcahuano. La otra eran los reclamos de los ahorristas tras el corralito.

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El 4 de junio de 2003, mucho antes de su viaje a Estados Unidos, Kirchner usó la cadena nacional para pedirle al Congreso que sometiera a juicio político a los integrantes de la mayoría automática del máximo tribunal. Hubo renuncias y destituciones. Cuando debió elegir a los candidatos a supremos, les preguntó si pensaban que eran inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Lo que siguió es una historia conocida: los represores volvieron a los banquillos de los acusados, como siempre habían reclamado las víctimas y sus familiares.

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