La condena a Cristina Fernández de Kirchner expuso la doble vara de la Justicia selectiva. La mano muy visible del poder económico y la democracia condicionada.
Los tres jueces de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, Carlos Rosencrantz y Ricardo Lorenzetti, los rostros más notables de la Argentina injusta.
Cristina Fernández de Kirchner no irá presa por corrupta, lo sea o no. Si en Argentina la corrupción fuese un delito condenable, no alcanzarían los penales para albergar a todas las personas que deberían estar en la cárcel por haber malversado recursos del Estado, ya sea en el ejercicio de cargos públicos o como contrapartes privadas de negocios espurios.
El pacto democrático del 83 se funda sobre una Justicia deficiente. La convalidación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final rompió la posibilidad de condenar a los responsables del genocidio perpetrado por la dictadura cívico militar de 1976 y devolver a la sociedad el estado pleno de derecho, así como la posibilidad de creer plenamente en la Justicia.
Un Poder Judicial plagado de irregularidades, con cargos vitalicios a los cuales se accede mediante el acuerdo con el sistema político de turno y las corporaciones económicas, no está en condiciones de hacer justicia ni profundizar la democracia.
Con la ratificación de la condena a CFK, la Corte Suprema convalidó una administración de justicia selectiva por parte de un Poder Judicial permeable a los grandes lobbies corporativos. En definitiva, un ariete de los intereses del menos democrático de los poderes.
El poder económico local se encuentra frente a una encrucijada. El modelo que lleva adelante el presidente Javier Milei, cuyas bases se sostienen en el decreto 70/23, permite que sólo unos pocos grupos económicos y algunos sectores minoritarios de la economía real se vean beneficiados por la desregulación total.
El Gobierno apunta a la consolidación de una matriz económica fundada en un modelo extractivista; una maquinaria productiva que no necesita, para desarrollarse, actores locales ni jugadores que operen en el mercado interno.
Este panorama propició que los intereses locales expresados principalmente por el Grupo Clarín y La Nación buscaran la salida definitiva de la escena política de Cristina Fernández de Kirchner. Son actores fundamentales del poder vernáculo que no pueden permitirse que los dos sectores en pugna sean los que lideran Milei y CFK. Por el contrario, necesitan, como contracara del modelo anarcocapitalista libertario, títeres a su medida, como fue en su momento Florencio Randazzo. Los necesitan para que custodien sus intereses.
“Nadie que se interese de verdad por una ética pública extraviada desde hace demasiado tiempo puede ignorar la existencia de una irritante doble vara en el fuero federal del Poder Judicial”, escribió Marcelo Falak en Letra P y recordó, sólo como botón de muestra, la inmunidad de la familia Macri en el manejo de los negocios que trabó con el Estado a lo largo de décadas.
“En Argentina –abundó-, el Círculo Rojo prácticamente no ha sido tocado, como si la corrupción fuera sólo cosa de empresarios advenedizos como Lázaro Báez, de receptores de sobornos y nunca de dadores bien conectados”.
Hacia adelante, abundan las incógnitas y los escenarios de malos a horribles.
¿Qué sector político que llegue al poder mediante elecciones democráticas se animará a desandar estas maniobras, si puede ser el próximo condenado por corrupción?
¿Qué convivencia democrática habrá en un país en el que la mayoría de la población cree que la Justicia se maneja por intereses particulares?
Sin mencionar, claro, si es posible que alguna fuerza con un mínimo ánimo transformador pueda volver a ingresar a la Casa Rosada.
Hay una certeza: si el sistema político o, mejor dicho, las fuerzas sociales que ese sistema debería representar avalan la intervención de Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Ricardo Lorenzetti como método, será realidad la amarga sensación de que tuvimos un país mejor hasta el lunes pasado.