El mapa y el territorio

En el tambaleo de la derrota electoral de 2015 y tratando de hacer equilibrio en la búsqueda de respuestas, se escuchaba mucho dentro del peronismo ensayar una teoría: “Mientras nosotros nos ocupamos de la arenga identitaria del acto del 25 de mayo, Marcos Peña te toca el timbre de tu casa y te regala la segunda temporada de la serie que terminaste anoche en Netflix”.

El 22 de noviembre, Mauricio Macri le ganó el ballotage a Daniel Scioli y la Argentina creyó encontrar una epifanía. La política, los consultores, los sociólogos, los encuestadores, los analistas, incluso la militancia, atravesó un periodo de hipervalorización del 3.0, el big data, la microsegmentación, los trolls, los bots, el manejo de bases de datos y -por lo bajo- las estrategias de manipulación de comportamientos. Corrimos detrás de la urgencia de entender procesos nuevos y nos convencimos de que los más audaces de la comunicación política eran los que habían entendido que el proceso es individualista -personalismo en los dos polos del mensaje- y que el poder real lo tienen los dueños de nuestras huellas cibernéticas.

Pero llegaron las PASO de este año y ¿que pasó? Ganó la realidad material. El mismo tambaleo de la derrota electoral se sintió del otro lado y empieza a resonar en los análisis oficialistas la versión opuesta: “Creímos que se podía digitar todo desde una oficina digital y nos olvidamos del peso del territorio”.

El big data, el thick data, la predicción de comportamientos, son herramientas que llegaron para quedarse y que, bien usadas, abrirán puertas infinitas. El impacto es inmenso y el entramado de poder se transforma -como en todos los periodos de la historia del mundo-, pero no son más que eso: herramientas. Y por más importantes que sean las formas... las formas sin contenido caducan rápido.
La moraleja es ridículamente simple: para hacer política, lo único que no se puede dejar nunca de lado, es la política.

 

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