El próximo lunes, la televisión argentina cumplirá 65 años. Cuando muchos le expiden certificado de defunción o, más prudentes, la instan a hacer los trámites jubilatorios, el medio inaugurado por Jaime Yankelevich y Enrique Susini en la cobertura de una Plaza de Mayo repleta el “Día de la Lealtad” peronista de 1951 sigue dando batalla. Cierto es que tiene su arsenal disminuido y que vive el trauma de una competencia anómala que se expresa en nuevas formas de circulación social del material audiovisual que logran la alquimia de ser a la vez masivas y personalizadas como no lo puede ser la tv.
Los emergentes de esa competencia son temibles para una industria cultural diseñada en torno de grandes estudios, cámaras, tapes y decorados, actores y conductores relativamente estables y una lógica de flujo continuo de producción y emisión de entretenimientos y noticias.
La rápida difusión de Netflix como experiencia desprogramada, que hace de la decisión de qué y cuándo ver contenidos (seriados o no) por parte de la audiencia un sello de distinción con la televisión, pero también el éxito global de Youtube cuyo lema es, justamente, “broadcast yourself”, alteran el paradigma industrial típicamente fordista de la televisión.
Frente a una competencia que se nutre de los datos personales de sus usuarios sobre sus gustos, hábitos y tendencias, la tv tuvo una primera reacción autoindulgente al afirmar que, si debía ceder el control de una parte considerable de la ficción, al menos le quedarían los espectáculos en vivo y los shows conducidos por el star system como rasgo distintivo. Ésa es su genética. Cuando fue lanzada en la Argentina, la tv registró el rito masivo entre Juan Domingo Perón y sus simpatizantes y luego, en su segunda emisión, en noviembre de 1951, un partido de fútbol (San Lorenzo versus River en el Viejo Gasómetro de avenida La Plata).
Sin embargo, las redes sociales como Facebook o Twitter comenzaron a emitir también espectáculos en vivo con excelentes resultados, lo que asesta otro golpe a una televisión que, si bien en el pasado logró incorporar novedades, renovar lógicas productivas y explorar géneros y formatos de entretenimientos y noticias, hoy asiste en simultáneo a cinco procesos que profanan su reinado en la opinión pública:
- en primer lugar, la ruptura del contrato de programación vertical hacia la audiencia relativamente pasiva que colocaba a las emisoras en un lugar de poder pues definían los temas de interés, la forma secuencial en que eran presentados y el momento en que eran difundidos;
- en segundo lugar, la migración de una parte significativa de la audiencia hacia otras plataformas, sobre todo la población más joven, con el consecuente quiebre de la necesaria renovación generacional del público;
- en tercer lugar, la irrupción de una competencia que opera a escala global y, si bien usa los contenidos que producen las viejas industrias culturales locales o regionales, funciona económicamente como red de datos, pues se distingue por el procesamiento de big data;
- en cuarto lugar, la retracción del volumen de ingresos publicitarios, que declina menos que el encendido pero lo hace de modo constante en los últimos quince años;
- en quinto lugar, y como efecto de los procesos mencionados, una pérdida de centralidad, influencia y prestigio de la tv en los estratos dirigentes -en particular, la dirigencia política-, que ya no se sienten obligados a rendirle pleitesía a la figuración en la pantalla como condición imprescindible de construcción de su imagen pública. Esta dirigencia hoy diseña en todo el mundo sus estrategias de comunicación mediante combinaciones entre presencia en los medios tradicionales y, cada vez más, explotación de las posibilidades de las tecnologías digitales.
Frente a estos procesos disruptivos, la televisión, con su pesada maquinaria industrial, tiene dificultades de adaptación. Los obstáculos que afrontó en décadas anteriores fueron, comparativamente, menores. La segmentación de públicos auspiciada por el advenimiento de la tv multicanal de pago (en la Argentina, es tv por cable y, en menor medida, la tv satelital) fue un desafío serio para la televisión generalista, porque, además, las señales de pago se apropiaron de algunos eventos de interés relevante como estrategia de captación de clientes (como el fútbol).
Sin embargo, y a pesar de las profecías apocalípticas sobre la denostada “caja boba”, la sociedad sigue viendo mucha televisión. En América Latina, el consumo televisivo promedio es de casi cuatro horas diarias. La televisión tiene, con su lógica de flujo continuo audiovisual, una cualidad que las nuevas redes digitales aún no han superado: la capacidad de organizar una agenda programada en un contexto sociohistórico en el que la programación y la planificación son habilidades cada vez más dificultosas de asumir para las instituciones tradicionales.
Además, la tv sigue proveyendo, como industria, buena parte de los contenidos audiovisuales aceptados masivamente, aunque carece como antaño del monopolio de su distribución y comercialización. Se suma a ello su presencia en hogares, que es inmensa y que, en el cruce con la conectividad a Internet (smart tv), permite ensayar estrategias novedosas de exhibición de (e interacción con) imágenes y sonidos. El primer debate de la campaña presidencial en Estados Unidos entre Hillary Clinton y Donald Trump fue seguido en ese país por 80 millones de personas a través de la tv, es decir, por el 27 por ciento de la población. El segundo, por 63 millones. No es poco.
Mientras tanto, en México se lanza una tercera cadena televisiva privada (por aire) que competirá con el duopolio consolidado entre Televisa y TV Azteca y, en el resto de América Latina, conglomerados extranjeros y nacionales pujan por la titularidad de los canales. En Europa, los emisores televisivos presionan para que los estados relajen aún más las exigencias sobre la publicidad en pantalla, pero se aferran al privilegio de ocupar una porción preferente del espectro para continuar como operadores.
En este contexto de crisis del liderazgo que supo ejercer la tv, en Argentina llama la atención que Telefónica esté a punto de concretar la venta de la red Telefé de canales de aire en un precio que, si bien no ha sido aún confirmado, se acercaría a lo que pagó hace tres años el fundador de Amazon, Jeff Bezos, por una firma de influencia planetaria como The Washington Post (US$ 250 millones). La venta de Telefé ocurre en el mismo momento en que el Gobierno intenta corregir el DNU (Decreto de Necesidad y Urgencia) 267, con el que arrasó las reglas dispuestas por ley sobre límites a la concentración, prorrogó las licencias de televisión y radio, permitió la transferencia de esas mismas licencias, definió a la tv por cable como un servicio de telecomunicaciones y gubernamentalizó la aplicación de las políticas para el sector (al crear el ENaCom). Las nuevas modificaciones son solicitadas por grupos extranjeros como DirecTV (de AT&T) o Telefónica para expandirse en la oferta conjunta de televisión de pago e Internet. El principal beneficiario de las reglas decretadas por el presidente Mauricio Macri al inicio de su gestión, el Grupo Clarín, se opone a esta posibilidad. Ningún licenciatario devuelve sus licencias de televisión. Al contrario, la posición en el espectro es defendida incluso a contramano de lo que establece la ley, como ocurre con la interferencia que el canal de aire del Grupo Clarín, El Trece, provoca en sus emisiones en digital a operadores comunitarios como Barricada TV.
Cuando tantos intereses se cruzan en torno de la televisión y la exploración de posibilidades de convergencia con las tecnologías digitales está en el foco de distintos actores de la industria y del resto de la comunidad, resulta prematuro decretar el deceso de la tv, pues, como ocurrió con otras tecnologías a las que en el pasado se las tildó de obsoletas, esta crisis de los 65 años bien puede incubar un renacimiento. O varios.
(@aracalacana)