Lo había dicho él exaltando, como en cada verso, la belleza de las palabras: todas las hojas son del viento / porque él las mueve hasta la muerte.
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Lo había dicho él exaltando, como en cada verso, la belleza de las palabras: todas las hojas son del viento / porque él las mueve hasta la muerte.
Lo habìa dicho, nos lo había anunciado: él también iba a morir. Pero no le dimos bola. Funcionó la negación -mecanismo de defensa tan comprensible-.
Ahora sabemos cómo es la soledad porque Luis a nuestro lado no está. O, más bien, hoy no podemos sino creer que Luis a nuestro lado no está, pero sabemos -ya nos reconfortará saber- que él ya nunca ha de morir.
El Flaco se va dejando la belleza mejorada. Con su poesía, con su música, con el poder conmovedor del amor que brotaba de su inspiración -que era una brisa suave cuando cantaba Durazno o Todas las hojas o Plegaria o La Montaña y era un huracán cuando rockeaba Me gusta ese tajo o Cheques o Postcrucificción. Porque cuando rockeaba nadie rockeaba como Luis, con esos riffs de su viola rabiosa, El Flaco le ofreció al universo una versión extrema, abrumadora de la belleza.
“Es tan hermoso, tan hermoso…”, le dijo la Negra, hipnotizada, una vez que grabaron juntos Barro tal vez -y eso que la Negra conocía la belleza como que la paría cada vez que cantaba.
Mi hermano Eduardo me llevó de muy pendejo a ver al Flaco. Amanecían los 80 y me llevaba a ver a Jade. Y me hacía escuchar aquellos entrañables discos de vinilo. Gracias a mi hermano podría hacer varias remeras: yo lo vi cantar, yo lo vi brillar, yo lo vi zapar, yo no le pedí Muchacha, yo lo vi mil veces y flasheé las mil veces que lo vi y me lo guardé en el corazón, que hoy es un durazno que sangra.
Por Juan Rezzano @juanrezzano