Sociedad

Volvamos

Por Matías Moscoso.

Me acuerdo cuando llegaba el domingo, hace unos cuantos años, y almorzábamos en la casa de mis abuelos unos asados maravillosos. Así daba inicio una jornada que tenía algo especial. Se generaba una atmósfera hermosa que reunía a toda la familia alrededor de una mesa muy larga, y ahí uno se enteraba de las cosas de la vida en primera persona, de buena fuente, en boca de papá, mamá, el tío, la tía y los abuelos. Con mis hermanos y mis primos, nada, jugábamos.

 

Aquello era el aperitivo de algo más hermoso aún. De algo que pasaba sólo una vez por semana, y era mágico. Algo que recién estaba empezando a comprender y que se apoderaba de toda mi atención, no sabía por qué.

 

Ya con las brasas de la parrilla casi muertas, ahora el café servido por mi abuela, las masas finas traídas por mis tíos y los mates hechos por mi vieja eran el acompañamiento ideal de una voz que no era de la familia, pero que era conocida por todos, hasta por mí, con mis siete u ocho años. Es más, una voz que no estaba presente físicamente ahí con nosotros, pero que sin embargo estaba en primer plano y se hacía oír, y por momentos dialogábamos con ella: le preguntábamos, nos respondía, la retrucábamos, nos corregía, la insultábamos, nos tranquilizaba…

 

Con el tiempo, aprendí que esa voz pertenecía a Víctor Hugo Morales, y que su misión era ilustrar de la manera más fiel, más perfecta, lo que pasaba durante esos domingos sagrados en otro lado, mientras yo comía con mi familia en lo de mis abuelos.

 

A veces nos quedábamos ahí, pero muchas otras, cuando la tarde era soleada, mi viejo nos llevaba al bosque, con una pelota, y nos hacía sentir –a mí, a mi hermano y a mis primos-, simplemente, felices. Horas y horas de peloteo entre los árboles. Gritos, goles, golpes, peleas, risas, llantos.

 

Y eso sí, siempre, pero siempre, esa voz que resonaba domingo tras domingo en el jardín de invierno de la casa de mis abuelos, también nos acompañaba en el bosque. Es que el auto quedaba estacionado al lado de la canchita, con las puertas abiertas, y a todo volumen la impronta de esa garganta que no paraba de regalarnos alegrías, y claro, también muchas tristezas.

 

Eran tiempos en los que la Selección Argentina llegaba a las finales de los mundiales, ganaba la Copa América, sacaba pecho y se hacía respetar. Eso me enseñaba la voz de la radio, y mi viejo también. En el mundo, había un jugador que siempre hablaba mucho en televisión y se peleaba con todos, un tal Maradona, pero que también hablaba adentro de la cancha y se peleaba también con todos, pero defendiendo una camiseta a bastones verticales celestes y blancos –que era mi sueño tenerla y llevarla al colegio-, y que lloraba cuando las cosas no salían bien, y no le importaba exteriorizarlo.

 

Hoy, veinte años después, creo que las cosas cambiaron. Demasiado cambiaron. Lo que no puedo explicarme bien es por qué. Es cierto, el mundo cambió, todo cambió. Pero igualmente no deja de entristecerme que se hayan perdido cosas que –creo- no deberían haber quedado en el pasado. Ahora soy bastante más grande. Y es inevitable cerrar los ojos y recordar todas las escenas que relaté, con nostalgia.

 

Hoy es distinto. Algo pasó en el medio, y no logro darme cuenta qué es, o qué fue. Hoy los objetivos de los protagonistas parecen ser otros. Volviendo a aquellos tiempos, si vuelvo a tener siete años y analizo ingenuamente la realidad, hoy en día, diría que los propósitos de estos protagonistas están mal direccionados, no es como antes. A ver, pensando en voz alta y haciendo un análisis burdo, no tengo dudas que la primera conclusión que hago es que lo que se perdió es lo deportivo, porque hace mucho tiempo que esa camiseta celeste y blanca no se pasea victoriosa por el mundo. Y puertas adentro… bueno, simplemente lo que me surge decir es que… no me hace feliz ver cómo se juega.

 

Pero ahora bien. Mi miedo –más allá de lo estrictamente deportivo- es que se haya perdido esa magia, esa cosa que se generaba pura y exclusivamente el domingo por la tarde, cada siete días, sin excepción. Sí, esa cosa que se respiraba en el aire y que movilizaba tantas sensaciones adentro de uno. Era el motor que movilizaba todo, estoy muy seguro de eso. Estoy seguro que la explicación de los logros y éxitos deportivos se demuestra y se concreta en la cancha –desde ya-, pero no nace ahí, nace de otro lugar. Qué difícil es explicarlo. Creo que se llama pasión. Y si los responsables de darle vida y continuidad al maravilloso mundo del fútbol no la tienen, difícilmente se logre lo que alguna vez se logró.

 

Que no se pierda la esencia.

 

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