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“¿Sabés qué? –le dijo su padre, Juan Chorobik, a Chicha antes de morir- No les enseñé a tener uñas y dientes para defenderse, y de eso me arrepiento”.
“Y es cierto que no sé defenderme. Pero entonces no me había dado cuenta", pensó ella.
Hay que situarse en el año 1976. Hay que pararse en la ciudad de La Plata y haber estado esperando en la tarde del 24 de noviembre la llegada de una beba de tres meses. Que esa beba no llegue y que masacren a la mamá y a sus compañeros, Diana Teruggi, Roberto Porfidio, Daniel Mendiburu Eliçabe, Juan Carlos Peiris y Alberto Bossio. Y que retumben, cada tanto, los ruidos del ataque sanguinario conducido por Camps y Etchecolatz. Vivir meses de agonía con encuentros clandestinos con un hijo destrozado. No poder entender lo que está pasando, lo que hace meses sucede con los estudiantes del Liceo que de un día para otro no vienen más, personas a las que se las chupa la tierra, dejan de estar, caen.
Hubo días en que Chicha se enrollaba en la cama y no quería despertar. Levantarse era asumir el horror metido en la mañana con los primeros pensamientos que arman el día. Era, seguramente, un vacío en el centro del cuerpo, donde habita la angustia. No saber qué hacer con la desesperación. Desmoronarse de dolor y de miedo.
Una vida atrás, María Isabel Chorobik había nacido en Mendoza el 19 de noviembre de 1923. Se había formado como artista plástica y profesora y en 1951 se había casado con el violinista y director de orquesta Enrique José Mariani. Nació su único hijo Daniel, Poski para ella, en ese amoroso renombrar de madre. Fue profesora en colegios secundarios. Apareció Diana Teruggi en su vida y, con ella, Clara Anahí. Los días eran luminosos.
-Mamá, ¿vos me diste la vida o me la prestaste?- le preguntó Poski, ante la insistencia para que se fuera del país.
Poco después fue asesinado. Partida al medio, como por un rayo, tuvo que reinventarse. Salir del fondo más oscuro y aprender a vivir otra vez. En ese abismo fueron otras manos, de mujeres, las que la sacaron del pozo. Había que ir a la plaza. Buscar. Salir. "Buscaba a mi nieta, me mandaban de un sitio a otro, comisarías, cuarteles... Y creía que no la encontraba porque la buscaba mal; ni soñaba que lo que sucedía era que se quedaban con los chicos, que no querían entregarlos...".
Imaginemos ahora que es 22 de octubre de 1977, madres de personas desaparecidas se reúnen en Plaza de Mayo, lo hacen siempre los jueves a las 15.30 desde el 30 de abril, que fue sábado. Se encuentran, se cuentan novedades y caminan, en círculo, alrededor de la pirámide. Ese día alguna pregunta: “¿Quién está buscando a su nieto o tiene a su hija o nuera embarazada?”. Son 12. Se reconocen. Poco tiempo después son las Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos. Otra platense sería su gran aliada, Alicia Zubasnabar de De la Cuadra, Licha.
“El día que conocí a Alicia ella estaba con un salto de cama rosado y ordenaba su casa. Empezamos a charlar y perdimos la noción del tiempo. Ese día empecé a descubrir lo que realmente estaba pasando y a entender que la búsqueda debía hacerse de otra manera, que no había un solo niño desaparecido sino por lo menos dos. Y si había dos, ¿cuántos más podrían ser? Por primera vez tuve la horrorosa sensación de que no encontrábamos a los niños porque no nos los querían entregar”, contaba.
Con el fin de la ingenuidad, nacía Abuelas de Plaza de Mayo. Se inauguraba la búsqueda colectiva de las nietas y los nietos. Se daba vuelta el mundo. Se desarrolla el ADN para establecer los vínculos genéticos en ausencia de una generación. Se arma el Banco Nacional de Datos Genéticos. El derecho a la identidad queda inscripto para todas las niñas y niños del planeta en la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia. Subestimadas por los genocidas, construyeron una organización de mujeres poderosa, que, junto con las Madres, logró perforar el cerco informativo y denunciar en el mundo los crímenes de la dictadura argentina.
Y encontraron nietas y nietos. Recuperaron en esas niñas y niños un poco a sus hijas e hijos. Restituyeron a esos bebés arrancados del amor a sus familias, a sus historias, a sus vidas. Emiliano Ginés Scotto, los hermanos Julien Grisonas, Humberto Colautti, Bárbara y Roberto Lanuscou, los Bau Delgado, Paula Logares, Carla Rutilo Artes, los hermanos Badel Acosta, Ximena Vicario, Victoria Moyano Artigas y los mellizos Reggiardo Tolosa son algunos de los nombres de un listado que hoy llega a los 128 encuentros que se festejan como partido de mundial.
En ese camino sinuoso, donde lo personal es político, nunca, ni un solo minuto dejó de buscar a Clara Anahí. Armó un archivo histórico que salvó del agua la noche del 2 de abril de 2013 en la fatídica inundación que le costó secuelas respiratorias. Coleccionó muñecas para esa niña. Luego mariposas para esa mujer. Recuperó la casa de calle 30 N° 1134, donde cada 12 de agosto, con suelta de globos y deseos, se festeja el cumpleaños de Clara. Y cada 24 de noviembre se conmemora el ataque. El lugar que conserva las marcas de la furia represiva y el testimonio de la imprenta que allí funcionaba. La casa de los conejos que evoca Laura Alcoba y que era un modo de sortear el silencio. Denunciar el terrorismo de Estado aun antes de que tuviera ese nombre. “Siempre pinté casas. No sé por qué. Están en el fondo de toda mi pintura, a veces apenas yo lo sé, pero son casas...".
Crecimos con ella cerca, las hijas y los hijos de desaparecidos. Como un roble, inamovible, fuerte, en la calle 47 siempre había un té esperando y la mano que acariciaba y la voz tierna. Los papeles en la mesa, los biblioratos en los estantes, pinturas en las paredes y mucha luz.
Deseamos tanto como ella aquel 24 de diciembre que esa mujer fuera Clara Anahí. Y estuvimos ahí cuando supimos que no. Pensamos tantas veces estrategias para encontrarla, barajamos tantas hipótesis, odiamos tanto a Etchecolatz en su cínico silencio.
Secretamente nos habíamos prometido encontrarla. Nosotras, nosotros, que vivimos con nuestras abuelas y supimos la maravilla de ese vínculo inesperado, queríamos regalarle a la inmensa Chicha ese abrazo tan justo. Las tramas del encubrimiento, el pacto de silencio genocida, el poder sosteniendo la mentira, hicieron que no fuera posible.
"No tengo derecho a morirme sin haber encontrado a Clara Anahí", decía cada vez que le recordaban su edad. El día en que la despedimos, allí en el Rectorado de la Universidad Nacional de La Plata, trabajadores del Astillero Río Santiago se movilizaban contra el desmantelamiento promovido por el gobierno de Vidal. Esos hombres y esas mujeres resistentes se pararon en calle 7 e/ 47 y 48 a aplaudir. Algunos lloraban.
En algún lugar aquella beba, hoy con 42 años, transcurre sus días con otro nombre y otra historia. Lo contrario del olvido no es la memoria, dijo Juan Gelman, sino la verdad. Es hasta encontrarte, Clara Anahí, se lo prometimos a Chicha.