Hace menos de dos años, Daniel Ortega ganaba por más del 70% las elecciones presidenciales en Nicaragua y era rerelecto como presidente del país centroamericano. La sólida alianza cimentada con el empresariado, la Iglesia Católica y el Ejército, el crecimiento económico sostenido, los acuerdos económicos con China (e incluso EE.UU), más una oposición controlada, le permitieron al ex comandante guerrillero hasta darse el lujo de poner a su esposa, la excéntrica Rosario Murillo, como vicepresidenta.
Nada parecía entonces que podía alterar ese esquema de poder, aun cuando la “ola rosa” que lo llevó nuevamente al poder en 2006 parece desinflarse en la región. Lo inesperado sucedió a mediados de abril, cuando se anunció un proyecto de reforma al sistema previsional, buscando reducir su déficit. La propuesta generó enorme rechazo, grupos de estudiantes universitarios tomaron las calles y se desató una fuerte represión, con grupos paraestatales incluidos, que aún no terminó y lleva más de medio centenar de víctimas fatales según los manifestantes y los reportes de la prensa, y apenas diez en los registros oficiales.
Como suele suceder en estos casos, las protestas contra la reforma previsional -finalmente suspendida- terminaron sirviendo de catalizador para unificar y promover otros reclamos que estaban dormidos o sin tanta visibilidad. Uno de ellos, las protestas de grupos indígenas y ambientalistas contra el ambicioso plan chino-nicaragüense de apertura de un canal transoceánico similar al de Panamá. Otro, el hastío de gran parte de la sociedad con la eternización en el poder de (los) Ortega, quien ya había gobernado Nicaragua entre 1979 y 1990 tras el derrocamiento del último representante de otra dinastía familiar, Anastasio “Tachito” Somoza, ultimado por un comando del ERP en Paraguay en 1980 y presidente, a su vez, entre 1967 y 1979.
Tras el fracaso de la represión contra las protestas, Ortega decidió suspender el proyecto de reforma previsional y buscó retomar la iniciativa con un discurso pacificador que no se condice con la tensión creciente en las calles. El escenario político se complejizó. Ya nadie se acuerda de la propuesta previsional y los manifestantes piden la salida de Ortega del poder.
Lejos de cerrar filas con él, sus aliados han dado peligrosas muestras de autonomía. Los empresarios fueron los primeros en pedir la apertura de un diálogo y la Iglesia abonó esa propuesta con una condición difícil de aceptar para el cerrado Gobierno sandinista: la participación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como veedora. Sin embargo, el Gobnierno parece haber cedido en ese punto después de que el Ejército advirtiera a través de sus altos mandos que no participará de la represión contra los manifestantes.
A la par, voceros del Gobierno señalaban la similitud del conflicto con el caso venezolano -Ortega es un firme aliado de Nicolás Maduro- y ponían nuevamente en escena los conceptos de “golpe blando” y “lawfare”, habitualmente utilizados por los líderes populistas latinoamericanos para describir las destituciones de Manuel Zelaya (Honduras, 2009), Fernando Lugo (Paraguay, 2012) y Dilma Rousseff (Brasil, 2016) y los procesos judiciales contra los ex presidentes Lula Da Silva (Brasil), Rafael Correa (Ecuador) o la propia Cristina Kirchner.
El embajador nicaragüense en Argentina, José Luis Villavicencio Ordoñez, en declaraciones a la prensa argentina, abonó ese concepto señalando como los ideólogos de las protestas a grupos opositores vinculados a senadores republicanos, a los medios englobados en la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y a pastores presbiterianos de origen norteamericano (propietarios de la universidad eje de las protestas).
La protesta ciertamente repite un patrón de conducta que no solo puede verse en Venezuela sino también en la llamada “primavera árabe” (2010-2013) en el “euromaidan” de Ucrania (2013-14) e incluso, más atrás en el tiempo, en las llamadas revoluciones de colores en Rusia y otros países de la ex Unión Soviética. Esto es, a trazo grueso, grupos de jóvenes de clase media, universitarios, sin un líder visible, con mucha presencia en las redes sociales y con un discurso liberal, pro democracia, antiautoritario y anticorrupción. La presencia en las calles y las barricadas son un patrón común de conducta de estas protestas que tienen también a Gobiernos de similares características como objeto de confrontación.
Sin descartar ni mucho menos la influencia de los poderes fácticos de EE.UU (y de los no fácticos también) detrás de las protestas en Nicaragua y en el resto de los países mencionados, vale la pena ampliar el foco y ver lo que está sucediendo en otras naciones de la región con características similares a Nicaragua, como Guatemala y Honduras.
En Guatemala, tras conocerse las investigaciones por corrupción gubernamental llevadas adelante por un organismo judicial dependiente de la ONU, miles de manifestantes salieron a las calles y provocaron la caída de Otto Pérez Molina, quien terminó detenido. Su sucesor, el ex cómico de televisión Jimmy Morales, no la está pasando mejor, agobiado por denuncias de financiamiento ilegal de su campaña, debe soportar también fuertes protestas en las calles integradas fundamentalmente por jóvenes descontentos.
En Honduras en tanto, más allá del vergonzoso reconocimiento oficial de la OEA a las fraudulentas elecciones presidenciales de 2017, que permitieron la reelección del presidente Juan Orlando Hernández, las protestas en las calles continúan con importantes episodios de violencia, como derribos de torres de electricidad y la consecuente represión que ya provocó varias decenas de víctimas fatales.
Tanto Honduras como Guatemala tienen gobiernos afines a EE.UU. ¿Podemos entonces reducir el problema a la siempre presente influencia de las embajadas norteamericanas o inferir que hay un fenómeno más complejo, de malestar creciente en Occidente para con los gobernantes y que se expresa por ejemplo con una creciente desilusión de los latinoamericanos con el sistema democrático?
La encuesta anual que hace Latinobarómetro sobre la valoración de la democracia en la región, marcó en 2017 una caída de la misma por quinto año consecutivo con un apenas 53% de opiniones positivas. Paradójicamente Nicaragua con el 52% era el segundo porcentaje más alto.