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Un rápido pantallazo por las más recientes novedades vinculadas con las plataformas de redes sociales permite advertir cierta alarma generalizada respecto de las consecuencias asociadas con la participación de WhatsApp en las distintas facetas de la vida política y social. Hace escasas semanas, por ejemplo, se habló del rol que esta red cumplió, junto con Facebook, en la contienda electoral brasileña y son varios los países que ya están considerando su regulación. No se trata, por cierto, de algo que alerte sólo a académicos, políticos y especialistas sino, también, a periodistas, editores y empresarios de medios tradicionales, tal como pudo oírse en las conversaciones durante el último seminario internacional de Fundéu Argentina. Participaron editores de los principales medios nacionales así como algunos representantes extranjeros y, tanto unos como otros, coincidieron en ubicar a la desacreditación de los medios y a la creciente circulación de noticias falsas en el centro de sus más urgentes preocupaciones. ¿Cómo es que llegamos hasta acá?
Desde que dejamos de tallar palabras en piedra y pasamos a escribir sobre cuero de animales (allá por la Grecia clásica y algunas otras tecnologías de la comunicación mediante) hemos estado buscando modos de vehiculizar y agilizar la circulación de nuestros discursos sociales. En decir, procuramos que perduren en el tiempo pero, a su vez, puedan transitar, ser difundidos, en mayor escala. Y con el derrotero de las revoluciones en las tecnologías de la comunicación humana hemos ido, también, observando transformaciones en los regímenes de autoridad, de acreditación del saber, en las lógicas de legitimación y deslegitimación y en la conformación de los colectivos sociales que se producen tanto del lado de la producción como de la recepción o el consumo de los mensajes. Todo es parte, podríamos decir, de las constantes metamorfosis a las que nos tiene acostumbrados el proceso histórico de la mediatización que -como explicó el semiólogo Eliseo Verón- se ha caracterizado por tender siempre a la complejidad, en conexión directa con el crecimiento de nuestras sociedades.
Más tarde, hacia mediados del siglo XX, los medios de comunicación "de masas" monopolizaron la puesta en circulación de ciertas palabras: aquellas identificadas como discurso de información, cuyo objeto es la actualidad. Ahora bien, el estatuto de estas palabras está cambiando, de la mano de ciertas perturbaciones producidas por el conjunto conformado por Internet, los dispositivos móviles (sobre todo, los celulares inteligentes) y las “redes sociales”. Se trata, en este caso, de alteraciones que impactan, particularmente, en la creencia (la reputada credibilidad) en la que hasta hace poco se sostenía el “contrato” que los medios masivos tradicionales proponían a sus públicos y audiencias.
Si bien ya hace unos años se venía advirtiendo acerca de la preponderancia de Facebook en el tráfico de noticias e información, hoy el foco parece alumbrar la performance de WhatsApp, otro intermediario que desde 2014 se encuentra (¡oh casualidad!) también en manos del emporio de Mark Zuckerberg. Además, parece ser que, a partir de los cambios realizados por Facebook sobre sus algoritmos y su política de publicación tras el escándalo de Cambridge Analytica, es la aplicación de mensajería instantánea la plataforma actualmente más permeable a la propagación de mentiras (fake news), de opiniones polarizadas y desinformación.
Nadie podría negar, por cierto, que parte de su dieta informativa (intencionadamente o no) consiste en recepcionar vía mensaje de WhatsApp alguna que otra información sobre el acontecer social o un suceso más o menos reciente. Esto es, contenidos que, a diferencia de los discursos que se publican en los medios tradicionales, no atraviesa rutina de verificación alguna y posee un autor usualmente inalcanzable: no es posible saber quién lo produjo originalmente—ni tampoco, por tanto, si debemos darle crédito o no—y aún así lo compartimos en nuestras redes de afinidad.
Algo así ocurrió hace algunas semanas en la ciudad de Rosario, cuando una joven envió por WhatsApp un audio en el que relataba haber sido drogada por un muchacho que la abordó en un colectivo. Enseguida el mensaje se viralizó a través de diversas redes, junto con la foto del supuesto agresor (quien, para el regodeo del morbo, se apoda “Dios Punk”), así como distintos memes realizados ad hoc para ¿prevenir? a la ciudadanía. Los medios locales tampoco demoraron en hacerse eco de la “noticia” -con cierto grado de recaudo en algunos casos, y absoluta irresponsabilidad en otros- y el identificado victimario fue interceptado y detenido por la policía para tranquilidad de la población. Horas más tarde, el análisis toxicológico efectuado sobre la joven dio negativo y el acusado fue puesto en libertad; su única acción contra la norma social es ser una persona que padece trastornos en su salud mental. Como suele suceder, lamentablemente, la posterior rectificación de la información (tanto por parte de los medios como a través de los ciudadanos comunes que publican en las redes) no alcanzó para deshacer el daño efectuado sobre la reputación y la vida de las personas.