SAN PABLO (Enviado) No hubo sopresas en la segunda vuelta. Como en el brexit, como en el plebiscito por la Paz en Colombia, como en EE.UU. con Donald Trump, en Brasil tambén ganó la opción políticamente incorrecta. Tal vez sea un buen momento para pensar hasta dónde llega el supuesto consenso sobre lo "políticamente correcto". El 55% obtenido por Jair Bolsonaro, que representa 57 millones de votos, lo convierte en el presidente de la octava economía del mundo, pero también en el líder ultraderechista con más votos de la historia.
El inicio de esta película podría situarse en junio de 2013. Brasil se preparaba para ser anfitrión del Mundial de Fútbol 2014 y, aunque los números económicos ya no eran los de la década pasada, todavía el país se mostraba como potencia emergente, como parte de los BRICS: exportaba sus empresas (Odebretch) por Latinoamérica e incluso Africa, se enorgullecía de haber sacado de la miseria extrema a 30 millones de personas y hasta se animaba a buscar, una vez más, su lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Pero era la calma que precedía la tormenta y el gobierno no supo o no quiso verla. Un aumento de diez centavos de Real (un centavo de dólar) en el transporte público en esta ciudad desató una serie de protestas masivas con episodios de violencia que se extendieron por todas las grandes ciudades de este extenso país e incluyeron reclamos por el dinero gastado en la construcción de los estadios, contra la corrupción estatal y contra la figura de la presidenta Dilma Rousseff, abucheada en el estadio durante la inauguración de la Copa Confederaciones.
La oposición al PT, que venía ganando tres elecciones presidenciales seguidas, olió sangre y activó diversos mecanismos para sacar a la izquierda del poder. Los de siempre: los medios, la clase media, la Embajada (recordar el descubrimiento de micrófonos de la estadounidense NSA en el despacho de Dilma y en Petrobras) y la Justicia, que ya le había mostrado los dientes al partido de Lula por los mecanismos de corrupción visibles en la gestión, encarcelando, incluso, al jefe de Gabinete del ex presidente, José Dirceu.
Llegó 2014, Brasil no ganó el Mundial pero Dilma sí logró una ajustada reelección. Su discurso se basó, fundamentalmente, en promesas de ampliación de las distribución del ingreso que luego, por presión de la realidad o decisión política -o tal vez un poco de ambas-, no llevó adelante. Por el contrario, apeló a las recetas del mercado, que no funcionaron y enojó a propios y ajenos.
La ofensiva política opositora se reforzó, las calles se llenaron de manifestantes pidiendo prisión para Lula e impeachment para Dilma y la TV le daba centralidad a las resoluciones del juez Sérgio Moro, exponiendo mecanismos de corrupción que no solo involucraban al PT gobernante sino, también, a gran parte de la oposición y la plana mayor del empresariado brasileño. Resultado: una presidenta sin respaldo popular fue destituida con un procedimiento legal pero ilegítimo.
DESDE EL BORDE. Asumió el vicepresidente Michel Temer, quien no solo no pudo revertir la crisis económica sino que, además, con episodios obcenos (lo grabaron indicando dónde llevar un soborno), agravó la imagen de corrupción que la mayoría de los brasileños tiene ya no solo del PT, sino de todo el sistema político. Hasta ese momento, Bolsonaro era un diputado marginal, de alguna manera "pintoresco" por sus declaraciones ofensivas a las minorías y a las mujeres que había ganado su minuto de fama mundial cuando en la votación por la destitución de Dilma juró por la memoria del Coronel que la había torturado durante la Dictadura.
En ese marco, la inseguridad creció a pasos agigantados y el narcotráfico tomó zonas del país bajo su control. Sesenta mil asesinatos por año llevaron a que Temer militarizara Río sin muchos resultados visibles. El cóctel era explosivo: corrupción generalizada, inseguridad desatada, economía en crisis, la institucionalidad devaluada y, para horror de amplios sectores de la sociedad brasileña, Lula como principal candidato a ganar las elecciones de 2018.
Pero faltaba más. El dato mas visible es el encarcelamiento al menos apresurado de Lula, que lo sacó de carrera, pero hubo otros dos episodios este año que cimentaron el triunfo de Bolsonaro. En mayo, se declararon en huelga los camioneros en protesta por el aumento del gasoil. El paro llegó a dejar sin combustible a todo el país y muchos brasileros, durante casi una semana, no pudieron salir de sus casas para ir a trabajar: Anarquía, desgobierno, caos. ¿Qué se busca en esos casos? Orden.
Como sucedió con Trump, los medios y los ciudadanos politizados de Brasil y el mundo pusieron el foco en las declaraciones rupturistas de Bolsonaro. En tiempos de extrema corrección política, vende mucho mostrar a alguien que no tiene problemas en decir que las mujeres deben ganar menos, que los negros no sirven ni para procrear o que no soportaría que su hijo fuera gay. Pero hubo muchos en Brasil que no vieron eso o lo consideraron parte de "las mentiras de la política y -atención- los medios" y en cambio apostaron a su condición de ex militar.
El Ejército en Brasil es una institución con prestigio. La dictadura que aquí se extendió por 20 años (de 1964 a 1984) tiene "solo" 400 denuncias por desaparición, permitió que funcionara -restringido- el Parlamento y completó el proceso de industrialización del país con eje en los suburbios de esta ciudad. De ahí saldrían, paradójicamente, el PT y Lula. En Argentina, en la última dictadura la represión fue mucho más sangrienta, no había Parlamento que funcionara y la desindustrialización todavía lastima.
El último episodio, que podría llamarse el de la suerte del campeón, fue el intento de asesinato que sufriera Bolsonaro en septiembre de este año. ¿Cuál era la apuesta del resto de las fuerzas políticas que se le oponían? Que cuando empezara la campaña formal, cuando la TV, sobre todo O Globo, fuera el escenario donde se desarrollara la campaña, la mirada por antonomasia "liberal" de la prensa expusiera lo peor de Bolsonaro y empezara a bajar su adhesión.
Pero con el argumento -válido primero y como excusa después- de su estado de salud, Bolsonaro eludió las luces de la tele. Su campaña se fortaleció en las redes, fake news incluidas, y no hubo manera de que su lado autoritario y, sobre todo, sus contradicciones en materia de economía, quedaran expuestas al ojo de la opinión pública.
Esto fue notorio, fundamentalmente, en la segunda vuelta. Mientras Fernando Haddad se desplegaba como Drooppy y cambiaba el eje de su campaña, dejando de mencionar a Lula, relegando la agenda feminista de su vice al mínimo, aceptando la posibilidad de corrupción durante los gobiernos petistas y hasta que el PT había dejado de hablar "el lenguaje del pueblo", Bolsonaro apenas salia de su casa en Río, ordenó silencio absoluto a su entorno y solo se movió en las redes sociales.
El último punto que explica el triunfo de Bolsonaro -histórico por sus dimensiones- tiene que ver con que la dirigencia política de centro y centroizquierda no petista eludió totalmente el convite al Frente Democrático a frenar al "fascismo". Por especulación política, por odio al PT y su hegemonía, porque creen que podrán controlar a Bolsonaro desde el Congreso o porque no creen que vaya a poder avanzar con un gobierno autoritario o fascista, ningún dirigente político de primera línea no petista respaldó a Haddad.
Si lo hicieron, sobre todo en la última semana, muchos artistas, periodistas, jueces e influencers que, sin desconocer su rechazo al PT, coincidieron en anunciar su voto a Haddad, o mejor dicho, contra Bolsonaro. Lo mismo hicieron, desde la espontaneidad, jóvenes universitarios que salieron a copar las avenidas en las grandes ciudades con carteles hechos a mano sustentados, sobre todo, en la consigna feminista EleNão. Insuficente, sin ordenamiento político y sin una mirada general, los llamados a frenar el autoritarismo no conmovieron a la mayoría de los brasileros.