En el transcurso de la crisis política que llevará a la destitución, las posiciones en favor y en contra de la presidenta oscurecieron esta pregunta. Los sectores opositores a Dilma consideran que las multitudinarias marchas que se sucedieron en rechazo a la jefa del Estado casi desde su asunción y los altos índices de impopularidad que - aunque atenuados - todavía mantiene son pruebas suficientes de que las mayorías populares están con ellos, hastiados de la "corrupción" del gobernante PT.
Del otro lado de la grieta, como suele suceder con los movimientos de izquierda, se idealiza la movilización - legítima por cierto - de los cuadros políticos y sindicales que apoyan a Dilma y se le adjudica la representación del verdadero "pueblo" que enfrenta el "golpe de Estado".
Lo cierto es que, más allá de las encuestas, cuya fiabilidad, se ha demostrado, no es del todo fiable, lo que predomina hoy en las calles del Brasil es una brutal sensación de indiferencia. Una indiferencia que grita peligrosamente su desinterés por un momento al que seguramente la historia le dedicará una página más que importante.
Es cierto que las marchas anti Dilma (y Lula) fueron masivas, extrañamente masivas en un país donde históricamente ha sido poco habitual que las hubiera, y es cierto también que el número de participantes decayó acorde empezaban a vislumbrarse certezas de que la salida de Rouseff no tenía vuelta atrás.
Pero no hay que perder de vista que, en un país de más de 200 millones de habitantes y más de ocho millones de kilómetros cuadrados de extensión, las protestas contra Dilma convocaron a poco más del 1% de esa población y se concentraron sobre todo en los grandes centros urbanos del sur del país (San Pablo, Río de Janeiro y Porto Alegre, entre otros) donde ya Dilma había perdido las elecciones contra su rival Aecio Neves, elecciones que, como se recuerda, ganó en un ajustado ballotage con 51,6%.
Por otra parte, en un país con fuerte presencia de negros, mulatos y mestizos, las protestas tenían un casi absoluto predominio de personas de piel blanca a las que también es factible atribuirles una condición socioeconómica de nivel medio y medio alto.
Del otro lado, las marchas a favor de Dilma y luego en contra de su sucesor interino, Michel Temer, no tuvieron al principio masividad y fueron creciendo conforme a que la situación de la presidenta y el gobierno petista empeoraba. De todos modos, nunca llegaron al nivel de las protestas contrarias y el perfil social de su composición es univoco: militantes políticos y sindicales de izquierda, llegando incluso a abarcar sectores que en estos años se habían alejado del PT por diferencias en la gestión pero creen que la opción Temer siempre es peor.
¿Y dónde están los millones que habitan en las más de mil favelas que hay en Brasil? Donde están los millones de nordestinos pobres que en noviembre y diciembre acompañaron mayoritariamente a Rousseff con su voto y le permitieron triunfar? ¿Acaso se permiten ver esto por TV? ¿Están decepcionados con Dilma pero no lo suficiente como para marchar en su contra? ¿Son, como sostiene cierta intelectualidad, sectores vulnerables a los medios y compran acríticamente el mensaje de la poderosa y opositora (a Dilma) Red O Globo? ¿No valoran los beneficios recibidos y aspiran ahora a ser clase media y por eso se identifican con ese sector y sus demandas pese a no pertenecer a él?
La respuesta, como suele suceder en estos casos, es múltiple y compleja. Por empezar, cabe atender lo mencionado sobre la historia. Brasil pasó de colonia a Imperio y de Imperio a República prácticamente sin conflicto. Su última dictadura (que se extendió por 20 años) guió una salida ordenada hacia la democracia e incluso los derrocamientos de líderes políticos populares como Getulio Vargas o Joao Goulart, perpetrados a través de golpes de Estado en el siglo XX, no generaron respuestas masivas en las calles.
Otra pista está en la idiosincracia brasilera. El famoso "Jeitinho" está insertado en las costumbres nacionales. La referencia coloquial es a la flexibilidad, la creatividad y la improvisación que ostentan los brasileros para afrontar situaciones inesperadas, crisis o momentos difíciles, como puede ser coincidir en una reunión con alguien con quien se está enemistado, sortear determinada regla con recursos heterodoxos y/o poco éticos o encontrar soluciones no ideales pero creativas a determinado conflicto.
Hay también respuestas desde la sociología. La esclavitud se extendió en Brasil hasta fines del siglo XIX y los afroamericanos cargan con el peso de la exclusión que todavía se manifiesta de manera más o menos visible en muchísimos aspectos. Las carencias económicas son también carencias culturales y la desmovilización y la apatía por cuestiones políticas están dentro de las mismas.
La especulación sobre el control de las audiencias por O Globo o las demandas de "segunda generación" también merecen ser atendidas. Brasil es, comunicacionalmente hablando, un país audiovisual (no hay diarios de alcance nacional) y, en ese marco, la única cadena que llega a todos los hogares (la TV paga tiene poca extensión también) es la poderosa O Globo y, sobre todo, su noticiero de las 20, en el que, en otros tiempos, siempre aparecía un Lula Da Silva sonriendo e inaugurando alguna obra, beneficio que pocas veces tuvo su heredera.
Aunque, a diferencia de Argentina, el gobierno brasilero nunca impulsó verdaderamente una regulación a los medios de comunicación, O Globo enfrentó fuertemente a Dilma y al PT y es prácticamente un auxiliar de la Justicia en el marco de los operativos judiciales que involucran a funcionarios y ex funcionarios petistas.
Seguramente, este direccionamiento ha influido, pero la experiencia indica que, aunque poderosa, la influencia de los medios se relativiza cuando choca con la cultura, la historia, la realidad y, en definitiva, la decodificación que hacen los receptores de sus mensajes.
En cambio, considero válido detenerme en el último aspecto mencionado. Los beneficios que trajeron los gobiernos petistas a las mayorías populares (se calcula que cerca de 30 millones de brasileros pasaron de saltear comidas a comer con regularidad tres veces por día en estos últimos años) son un piso importantísimo pero están lejos de ser estructurales.
La reducción de los índices de pobreza extrema es impresionante en Brasil, pero se replica en todo Latinoamérica de la mano, incluso, de gobiernos con perfil conservador, como Perú o Chile. No hay, en cambio, novedades en cuanto a la calidad de los servicios públicos en materia de salud, educación, vivienda o transporte, que siguen siendo de pésima calidad.
El alza de los precios de los productos primarios y la decisión política de orientar esos recursos a los sectores más desfavorecidos explica el respaldo que durante 14 años tuvo el PT en las urnas.
Para la caída, habría que prestar atención a lo que dijo días atrás el vicepresidente boliviano e intelectual de izquierda Alvaro García Línera: "Así como en la gestión estatal la economía es lo fundamental, en la preservación de tu liderazgo lo fundamental es tu fuerza moral".
Cabe entonces pensar en poner en cuestión la falta de cambios estructurales y la descomposición moral del PT al calor de las denuncias de corrupción para comprender la indiferencia de las mayorías.