En los días de la ebullición televisiva por los bolsos voladores de José López, en la mesa 108 de la tribuna general del Hipódromo de La Plata, un octogenario plantó la sentencia: “Si resucita Perón, los caga a patadas en el culo a todos”. El resto de los turfmen asintió sin concursar sus ideologías. Era éste, el de la patada en el culo del General, un axioma que no merecía discusiones partidarias. Acaso porque ya cerraban las apuestas para la sexta carrera o tal vez porque esa imaginaria conclusión no resiste demasiados análisis.
No es nueva, claro. Desde hace 42 años, los peronistas viejos, los que respetan y añoran los rituales de la marchita, añoran la venganza de Perón hacia los presuntuosos hombres y mujeres que pretendieron sucederlo. Pero no sueñan una revancha cualquiera, imaginan a El General con las botas puestas golpeando culos y culos, incluso, si se descuidan, hasta el de ellos mismos.
Proponen un remedio anatómico a tanto desmadre ideológico. Olvidan que fue el propio Perón quien advirtió: “Hay algunos a los que quisiera darles una patada en el culo y les doy un abrazo”.
La verdad es que El Viejo siempre supo cómo atender a la gente. Bien pragmático, con esa sonrisa gardeliana y el halo de leyenda viviente que le insuflaron los años del exilio, Perón eligió la palmada, a veces falsa o helada, pero siempre cortés. Es que, en política -sabía Perón-, nadie es imprescindible, pero mañana puede ser necesario. Y sí, al final, la gente se conforma con un autógrafo.
Perón fue Perón y listo. Un día como hoy, igual que todos los mortales, se fue.
Lo que quedó fueron resabios de tipos con buenas intenciones (los menos), viejos atildados demasiado elegantes para el paladar grasa, mujeres de exaltadas de voz estentórea que fingieron la devaluación de Eva y los sindicalistas, siempre afectos a la campera de cuero y los jardines de amplias hectáreas y mansiones.
No hay crisis en el PJ, por una sencilla razón: no hay PJ. Lo que existen son los últimos resabios de crisis anteriores que, como un cadáver, se achica hasta desaparecer en polvo. Al promediar los 80, se produjo la Renovación. O sea, la Renovación ya fue hecha. El Peronismo no es una vidriera que se pueda estar modificando cada tanto o después de una derrota. La idea de “movimiento” permitió la incorporación de filas de personajes que, en el mejor de los casos, quedaron en el olvido. El Turco todavía anda entre nosotros. Sin ir muy lejos, en cualquier revista de consultorio, su figura alegre se apoya en los hombros de Xuxa, Madonna o los Rollings Stones. A 250 kilómetros por hora pasa montado en su Ferrari.
Pero, hay que decirlo claramente, el último empujón al vacío, el que dejó al peronismo en una nube fantasmal, se lo dio Cristina. Asegura Julio Bárbaro que Cristina “odiaba a Perón”. Quizás ese sentimiento sea el de muchos militantes setentistas, como el de José Pablo Feinmann, que examina al Peronismo con obstinación y como una obstinación, pero con un rencor que le viene de joven.
El último homenaje a Perón, bien utilitario, por cierto, lo consagró Macri, con la puesta a la vista de un monumento no muy parecido a Perón, pero en su honor. Junto al presidente se acomodó Hugo Moyano, que ahora parece haber caído en la cuenta de que este modelo “se parece a los 90”.
Por estas horas, el tipo más parecido a Perón es un actor, Víctor Laplace. Pronto perderá el tono arenoso en la voz fingida y otros intentarán ocupar su papel.
Al Peronismo le quedan añoranzas. Con un poco de voluntad las puede transferir a las nuevas generaciones envuelto para regalo. El Peronismo es el blanco y negro de la televisión en colores: sólo si la película es un clásico o si trae nostalgias de tiempos mejores logran superar las impías repeticiones del control remoto. Es que, en este país, la sociedad prefiere la fábula al mito, ésas con animales que hablan y una moraleja. Lo demás, es cuento.