Un golpe para disciplinar a la clase obrera

El golpe del 24 de marzo de 1976 y todo el terror genocida desatado durante la dictadura cívico-militar estuvieron destinados en primer término al aniquilamiento de la vanguardia obrera que se venía forjando desde el inicio de la etapa revolucionaria abierta en mayo de 1969 con el Cordobazo y los Rosariazos, y para disciplinar al conjunto de la clase trabajadora. Esta vanguardia venía acelerando su experiencia política con el peronismo y ganaba predicamento sobre las bases obreras ante el desprestigio de la burocracia sindical.

Meses antes del golpe, el movimiento obrero había protagonizado las jornadas de junio y julio de 1975 como respuesta al “plan Rodrigo” o “Rodrigazo” (en alusión al Ministro de Economía asumido poco antes, Celestino Rodrigo), un ajuste en regla lanzado por el gobierno de Isabel y López Rega. Esas jornadas vieron el desarrollo de las coordinadoras interfabriles (ver el gran trabajo de Ruth Werner y Facundo Aguirre “Insurgencia obrera en Argentina 1969-1976. Clasismo, coordinadoras interfabriles y estrategias de la izquierda”) y fueron quizás el punto más alto de la lucha de la clase obrera en todo el período, imponiendo una huelga general de hecho que luego tuvo que convocar la propia burocracia sindical, que después de condenar las acciones de los trabajadores tuvo que pasar a impulsarlas ante la negativa a convalidar los acuerdos paritarios por parte del gobierno peronista.

 

“14.250 (número de la ley de convenios colectivos) o paro general”, coreaban las columnas obreras que diariamente marchaban en esos días a Plaza de Mayo, a la sede de la CGT o a otros lugares emblemáticos. Los cierto es que esta fuerza mostrada por la clase obrera y el peso de los sectores combativos obligaron al gobierno a ceder saliendo Rodrigo y López Rega del gobierno a la vez que convencieron a la burguesía que se estaba agotando el dique de contención que eran la burocracia sindical y el mismo peronismo.

 

La vuelta de Perón, después de 18 años de proscripción política, fue la concesión que la burguesía había realizado frente a la dinámica crecientemente anticapitalista que tomaba la lucha contra la dictadura instaurada en junio de 1966. Pero Perón no venía a concretar la “patria socialista” como creía el ala izquierda del peronismo sino a evitar esa perspectiva, y por eso se fue apoyando crecientemente sobre la burocracia sindical y los sectores más derechistas del justicialismo, con el peso prominente de José Ignacio López Rega.

 

La masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, fue el acto inicial de lo que luego se convertiría en la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A), que apañada desde el gobierno peronista realizaría 1500 asesinatos previamente al golpe de marzo de 1976. Policías en activo y retirados, grupos de choque de la burocracia sindical y de la derecha peronista, nacionalistas católicos y miembros de las propias fuerzas armadas en algunos, casos compondrían el personal de estas bandas cuyo objetivo principal era el activismo obrero que desafiaba a los burócratas sindicales.

 

Muerto Perón, se aceleró la ruptura del gobierno con su ala izquierda, expresada por la “Tendencia Revolucionaria”. Cuando en junio-julio de 1975 el gobierno peronista se mostró incapaz de discplinar al movimiento obrero las patronales se decidieron por el golpe, que fue impulsado por los núcleos centrales de la burguesía. La Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), fundada en agosto de 1975 fue una de sus orquestadoras centrales, con los lock out convocados en diciembre de 1975 y en febrero de 1976, buscando mostrar que el golpe era la única salida al “caos” dominante. La APEGE estaba integrada por el Consejo Empresario Argentino (CEA), la Sociedad Rural Argentina, la Unión Comercial Argentina, la Cámara Argentina de la Construcción, la Cámara Argentina de Comercio, la Federación Económica de la Provincia de Buenos Aires, Confederaciones Rurales Argentinas, la Cámara de Sociedades Anónimas, la Asociación de Industriales Metalúrgicos de Rosario y la Copal (alimentación).

 

No es casual la elección de José Martínez de Hoz al frente del Ministerio de Economía de la dictadura, como expresión de los intereses de estos sectores. La eliminación de la vanguardia obrera era clave para aplicar una política económica destinada a aumentar los niveles de explotación de los trabajadores y la subordinación nacional respecto del imperialismo. En vísperas del golpe, nuevas acciones obreras desarrolladas contra el “Plan Mondelli”, último Ministro de Economía del gobierno de Isabel, mostraban que la voluntad de lucha de los trabajadores seguía firme, pero ya estaba en marcha un plan destinado a poner a los militares en el poder para aniquilar a la vanguardia obrera y disciplinar socialmente a los trabajadores y al conjunto de los explotados.

 

Por eso el 24 de marzo la mayoría de las grandes fábricas aparecieron militarizadas y los jefes de personal y gerentes junto con burócratas sindicales como los del SMATA entregaban listas de activistas a los militares para que los detuvieran. En muchas de estas fábricas se establecieron directamente centros clandestinos de detención, como fue el “Quincho” de la Ford o el Tiro Federal de Campana, lindante a la fábrica SIDERCA del grupo Techint, o en el Ingenio Ledesma de los Blaquier. El blanco principal fueron las comisiones internas y cuerpos de delegados que impulsaban las coordinadoras interfabriles en el Gran Buenos Aires y otras organizaciones de lucha en el interior del país. Estos campos de concentración en empresas son parte de los más de 500 centros clandestinos de detención y exterminio identificados, de los cuales los mayores fueron Campo de Mayo (con cerca de 5000 víctimas), la ESMA (unas 3000) y La Perla (en Córdoba).

 

La base “civil” de la dictadura no fue solamente la gran patronal. La Iglesia Católica fue otro núcleo central, junto al colaboracionismo de parte importante de la burocracia sindical y de los políticos burgueses, a pesar de la “suspensión” de las actividades políticas dictada por Videla. El diario La Nación informaba el 25 de marzo de 1979, tres años después del golpe, que en la extensión total del territorio nacional, sobre los 1.697 municipios censados sólo 170 intendentes, o sea el 10% pertenecen a las Fuerzas Armadas; 645 intendentes, o sea el 38% carecen de militancia política definida; y 878 intendentes, esto es, el 52% están de un modo u otro adscriptos a una corriente política concreta. De estos, 310 pertenecían a la Unión Cívica Radical, 169 al Partido Justicialista, 109 al Partido Demócrata Progresista, 94 al Movimiento de Integración y Desarrollo, 78 de la Fuerza Federalista Popular, 72 a diversos partidos conservadores provinciales, 23 “neoperonistas”, 16 al Partido Demócrata Cristiano y hasta 4 del Partido Intransigente. A pesar de no darle intendentes, también el Partido Comunista dio “apoyo crítico” a Videla, lo que no impidió la desaparición de decenas de sus militantes. Del otro lado estuvo una pertinaz resistencia, de la organización clandestina en fábricas y empresas a las Madres de Plaza de Mayo, que paso a paso fue limando la legitimidad de la dictadura, que ante el crecimiento de las protestas obreras y populares lanzó la aventura del 2 de abril como intento de conseguir una tabla de salvación.

 

Caída la dictadura, el gobierno de Alfonsín, que impuso como doctrina oficial la “teoría de los dos demonios” explicitada en el prólogo original del Nunca Más redactado por Ernesto Sábato, limitó los juicios a las cúpulas de las Juntas militares con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que provocaron el descontento de parte importante de la base social que le había dado apoyo. Luego Menem indultó incluso a los miembros de cúpulas militares que habían sido condenados. La reapertura de los juicios, luego de la anulación de estas leyes al calor del clima aún presente de las movilizaciones populares de diciembre de 2001 y meses posteriores, permitió el procesamiento de una cantidad de militares similar a la lista que había sido mencionada por los sobrevivientes y familiares en las declaraciones a la CONADEP.

 

Varios de ellos fueron condenados aunque algunos fueron liberados o recibieron condenas muy menores. Casi no hay civiles condenados. Peor aún, en las últimas semanas hemos visto fallos dejando sin mérito a los pocos imputados civiles, como Vicente Massot, propietario de La Nueva Provincia, en Bahía Blanca, Carlos Pedro Blaquier del Ingenio Ledesma en Jujuy o Bottinelli de Editorial Atlántida. Tampoco ha avanzado la causa por la apropiación de Papel Prensa por parte de los dueños de Clarín y La Nación. Es claro que no se quiere avanzar en tocar a un poder económico que orquestó el genocidio y que se la sigue “llevando en pala”, como admitió la propia presidenta.

 

A pesar de los casi 40 años transcurridos desde el golpe de estado las continuidades entre la dictadura y el presente son palpables. En primer lugar, como señalamos, la misma burguesía que orquestó el golpe en su beneficio sigue teniendo el poder económico en el país. En segundo lugar, el aparato de Estado apesta de continuidad, como ha mostrado la crisis abierta con la muerte del fiscal Nisman en lo que hace a los servicios de inteligencia, de cuya estructura se valieron todos los gobiernos constitucionales. Lo mismo ocurre con gran parte del poder judicial y con los integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad. El propio jefe del Ejército, César Milani, fue parte del accionar genocida del ejército, con su responsabilidad directa en la desaparición del soldado Ledo. En ocasión de la desaparición de Jorge Julio López, el entonces Ministro de Seguridad de la Pcia. de Buenos Aires, León Arslanián, admitía que más de 9.000 miembros de la Policía Bonaerense venían de los años de la dictadura. Y durante el primer tramo del juicio de la ESMA, a pedido de la querella impulsada por los organismos de Derechos Humanos que componen “Justicia Ya!”, se dio una cifra de más de 2.000 oficiales de tiempos de la dictadura que actualmente siguen en funciones en la Armada. Su jefe anterior, el almirante Jorge Godoy, acaba de ser condenado por espionaje ilegal hecho por la Armada durante su gestión. Además, la gran mayoría de los decretos-leyes realizados por el “Proceso” y por dictaduras anteriores, siguen en vigencia, como la nefasta “ley de entidades financieras” de Martínez de Hoz, sólo por nombrar una de las más emblemáticas.

 

En la última década, un sector predominante de los organismos de Derechos Humanos llamados “históricos” se alineó con el gobierno de los Kirchner a partir de la anulación de las leyes de la impunidad. Fueron en gran medida estatizados. Por ello no han cuestionado ninguno de los crímenes de Estado que se han realizado bajo los gobiernos kirchneristas y han tenido que mirar para otro lado o directamente legitimar hechos tan nefastos como el encubrimiento estatal ante la desaparición de Julio López, la aprobación de la “ley antiterrorista”, el Proyecto X o la designación de Milani al frente del Ejército. Se acostumbraron a compartir palcos y actos con quienes fueron agentes de inteligencia de la dictadura como Gerardo Martínez, uno de los burócratas sindicales preferidos de Cristina, agente civil del nefasto Batallón 601 de Inteligencia, desde donde se orquestó el Plan Cóndor. Del otro lado están los organismos nucleados junto con la izquierda en el “Encuentro Memoria, Verdad y Justicia”, como nuestros compañeros del CEPRODH o la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos, que han permitido que los 24 de marzo se realicen actos independientes del gobierno y el acompañamiento a las luchas cotidianas de los trabajadores y los sectores populares, develando la impostura del discurso gubernamental, y que llenará Plaza de Mayo nuevamente en este nuevo aniversario.

 

A pesar de la inmensa vanguardia existente y de las enormes experiencias de lucha y de organización que surcaron la etapa revolucionaria mayo 1969 – marzo 1976, por una combinación de elementos objetivos y errores propios, la izquierda clasista no logró ser alternativa de dirección para los trabajadores en el período previo al golpe. Hoy tenemos por delante el desafío de lograrlo. Se cuenta que Adolphe Thiers, quien ordenó la masacre de obreros y obreras durante la Comuna de París, afirmó cuando esta ocurrió que “nos hemos sacado de encima la revolución por una generación”. Algo similar pensaba la burguesía argentina cuando el golpe genocida terminó con lo mejor de la vanguardia obrera en las fábricas. Por eso la importancia del renacer del activismo combativo y clasista en las fábricas que se ha materializado en los últimos años, y que la patronal, burocracia y gobierno tratan de contener con represión y todo tipo de maniobras, como mostró el conflicto de LEAR. Nuestro partido, el PTS, integrante del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), se toma en serio el desafío, especialmente cuando desde la misma clase dominante que impulsó el golpe genocida hoy se alienta una salida por derecha al ciclo kirchnerista, algo que expresan tanto los pre candidatos del oficialismo (Scioli, Randazzo) como de la oposición (Macri, Sanz, Massa…).

 

Buscamos construir una gran fuerza militante entre los trabajadores y la juventud, que pueda jugar un papel central en terminar con este régimen de explotación y opresión mediante un gobierno de los trabajadores. Sabemos que el logro de este objetivo es el más grande homenaje que podemos hacerle a los 30.000 desaparecidos.

 

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