Si un biólogo publicara un libro o, digamos, un paper sobre la Deposición Química de Vapores (CVD, por sus siglas en inglés, Chemical Vapor Deposition) para la producción de nanoestructuras de carbono como el grafeno, o si un historiador medievalista difundiera una hipótesis no ya del influjo estrófico de las jarchas en las estructuras formales de las cantigas sino, antes bien, sobre el carácter inventivo de las traducciones hebraístas en la tradición de la lírica popular española, o si un ingeniero divulgara bajo copyright su insumo satelital (sistema confeccionado, justamente, con nanotubos de carbono) para el mapeo batimétrico cuyas isóbatas fueran así más y mejor definidas, es poco probable –más bien, nada probable– que a “la gente” –dicho así, como un genérico igualador de aptitudes– el asunto le interesara de manera particular; digamos que, más bien, al contrario, seguramente a la gente esos temas no le interesarían en absoluto.
En consecuencia, si los científicos pretenden que los impuestos de los ciudadanos solventen su vocación, deben validarla en el mercado. Claro, se trata de un sofisma malicioso lanzado con tono patotero, al estilo que nos tiene acostumbrados el presidente Javier Milei, que se pavoneó de eso ante su invitado estrella, el motociclista bilbaíno líder de Vox, Santiago Abascal, en el foro ultraderechista realizado el 5 de septiembre en el CCK. Lo dijo en su consabida retahíla contra la casta, a la que sumó, esta vez a cara descubierta y sin remilgos, a los científicos. Habló contra los “supuestos científicos e intelectuales que creen que tener una titulación académica los vuelve seres superiores y por ende todos debemos subsidiarles la vocación”. Y desafió: “si tan útiles creen que son sus investigaciones los invito a salir al mercado como cualquier hijo de vecino; investiguen, publiquen un libro y vean si a la gente le interesa o no en lugar de esconderse canallescamente detrás de la fuerza coactiva del Estado” (sic, salvo la puntuación). Es fácil prender esa mecha cuando el salario mínimo representa apenas una tercera parte de la canasta básica alimenticia para una familia tipo. Lo insólito es tildar a los científicos de seres superiores y, dos o tres párrafos después (el discurso del Presidente fue leído), sostener que Trump y él son los únicos líderes del universo. O que está haciendo el mejor gobierno de la historia. O que… etcétera.
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Javier Milei y Santiago Abascal.
Pero cometamos el traspié de tomar el guante: las publicaciones de un biólogo, un historiador o un ingeniero no acarrean, como es obvio, un interés masivo, sencillamente porque entre esas publicaciones y “la gente” hay la misma distancia que entre el presidente Milei, Abascal o Trump y un pulidor de alabastro, un albañil o un traductor. A priori no es una distancia infranqueable, pero es inaugural e ineludible. ¿O acaso el presidente cree que entre el éxito de ventas de un libro (que a la gente “le interese”, digamos) y la calidad del trabajo hay una isometría proporcional? Ahí están los libros de Majul o las novelas de Fernández Díaz como ejemplos incontestables.
Con la lejana resonancia de las patotas (esa institución de la oligarquía argentina) comandadas por chicos malos de familias bien que entraban en los prostíbulos del centro a los tiros y cachiporrazos, se ha impuesto en la discusión pública el estilo pendenciero y bravucón que destila X. Fantino copia (mal) al Gordo Dan, cuya copia degradada es Alex Caniggia, cuyo summun expresivo es Furia (Scaglione), pura expresión, ella misma el producto de una copia.
El nuevo estilo pendenciero, de retórica belicista y grosera, se maquilla de espontaneidad y transparencia. Es sincero, nos lo dice todo el tiempo a los gritos. Es más, el grito se erige como sinónimo de su sinceridad. Es su mejor efecto. Dice salir de las entrañas, y por eso se postula honesto, y expresar heroicamente lo que muchos no se animan, víctimas al parecer de la cultura hegemónica de la cancelación.
Al conocerse sus visitas frecuentes a la Casa Rosada, Daniel Parisini (el tal Gordo Dan) respondió en una entrevista: “No existe ningún tipo de organización ni estructura fuera ni dentro de Twitter. Soy solamente yo tuiteando la primera pelotudez que se me ocurre”.
Esa espontaneidad cuidadosamente elucubrada es la misma que expele Ramiro Marra en sus intervenciones televisivas, Lilia Lemoine cada vez que tiene un micrófono delante, Agustín Romo en sus tuits de razonamiento cavernícola, o Diana Mondino en su franqueza de mono con navaja. Es una llaneza en el fondo tan cuidada como la escenografía que la envuelve. Una escenografía de luces bajas, de penumbras proclives a envolver a las fieras, de monótonas iconografías machistas y fetichistas (en la vitrina mileica están Elon Musk, Galperin, Trump y todo varón exitoso en el mundo del dinero, como una vuelta a la sociedad patriarcal anterior a la Primera Guerra).
Previsiblemente, el presidente acudió a ese espejismo en su alocución en el CCK. Más o menos, lo dijo así: “Siempre digo lo que pienso, y hago lo que digo”. Como si tal cosa fuera una virtud y no la carencia del freno psicológico necesario para toda convivencia civil (Freud dixit), la mascarada pretende transmitir, más que sinceridad, sincericidio, honestidad brutal, como si fueran niños o borrachos condenados a decir la verdad. Un gesto que se expande además a todo acto de gobierno. Dice: a diferencia de los políticos tradicionales, nosotros somos transparentes, decimos la verdad y actuamos honestamente. Y también: no hay nada orquestado (es decir, no hay plan maquiavélico, que parecería ser la traducción de lo que la mayoría piensa de la política), somos simples tuiteros pelotudeando genuinamente (no es otro el mensaje sobre el atentado a CFK: fueron copitos sueltos, lúmpenes sin organización ni estructura fuera ni dentro).
Hace medio siglo, el crítico uruguayo Ángel Rama, fallecido trágicamente en el aeropuerto de Madrid en 1983, dejó avanzados unos manuscritos, luego publicados con el título Las máscaras democráticas del modernismo. Allí Rama analizaba los cambios sociales y culturales finiseculares producidos en América Latina por la democratización iniciada con las revoluciones burguesas de EEUU y Francia, y observaba cómo los escritores y poetas y periodistas (los laburantes de la pluma) recurrían a fachadas carnavalescas, retóricas prestadas como indumentarias falsas para traficar su ideología (de ahí su título). Esa guardarropía es iluminada por la llegada a Buenos Aires del poeta nicaragüense Rubén Darío en 1893. Precisamente el momento postulado por el presidente Milei como nuestra “edad de oro”. El inicial deslumbramiento de Darío, sin embargo, se atemperó posteriormente. En poco tiempo el nicaragüense pudo comprobar que la visión que traía (el “milagro argentino”) era una visión distorsionada y que la cultura sobrevivía en cenáculos de gente bien, es decir que debía rendirse –para subsistir– al núcleo conservador de las familias oligarcas y patricias. La gran aldea llamó a ese paisaje Lucio Vicente López, nieto del autor de nuestro Himno Nacional. El gobierno mileico lo describe como época dorada y, por si quedaran dudas, denigra abiertamente lo que vino después: la democracia y el gobierno de las mayorías.
A diferencia de los ardides poéticos modernistas, las máscaras democráticas del mileilismo no son sofisticadas, pero son efectivas. No ocultan la ideología (no podrían: los principales exponentes del gobierno, de Villarruel a Bullrich, de Sturzenegger a Mondino, de Caputo a Benegas Linch, son ellos mismos ideología encarnada), sino que buscan volverla sustentable, legítima, moderna. Se trata de un ejercicio titánico que pretende reordenar las coordenadas culturales del tiempo, como una vuelta mágica a los 90. O sea: avanzar hacia atrás, simulando además que tal desplazamiento es un progreso. He ahí la mayor piedra en el zapato libertario: ellos, que se autopromocionan como líderes de última generación (recordemos la propuesta del presidente de optimizar el Estado a través de IA), satélites elonmuskianos en el sur del continente, cuyo mito de origen es nada menos que la administración roquista, no pueden ser modernos y a la vez vilipendiar a la ciencia. Deben construir otra idea de modernidad y, a la vez, más difícil aún, hacerla creíble.
Se ha puesto de moda, sintomáticamente desde que Néstor Kirchner hizo descolgar los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar, hablar de “relato” en relación con la comunicación oficial. Pues bien, el relato mileico es una máscara compuesta con el magma verbal de las redes. El objetivo principal es hacernos creer que no hay máscara, como si en tiempos de posverdad la única verdad posible fuera la descarnada brutalidad del sincericidio: hablar sin filtros. No importa lo que se diga, importa el tenor de veracidad, o sea el grado de honestidad medido en base al índice de ira o tirria determinado por el nivel imaginario (puede tratarse de un twitter) de sonoridad del bramido.
Entre tanto, los científicos, como verdaderos topos incansables contra la ignominia y la ignorancia y la desidia, siguen trabajando, luchando, escribiendo y publicando, sin alzar la voz, con la firmeza compartida del que sabe, sencillamente, qué significa en este país el número 30.000.