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Feminismos y plataformas, una interacción sin sesgos de género

Las luchas feministas se vinculan con la creciente mediación digital, pero sufren la supuesta neutralidad tecnológica de algoritmos que polarizan las opiniones.

El término plataformización suele utilizarse en economía y en el mundo del trabajo para denominar a los procesos que afectan las distintas formas de la actividad social y experimentan un desplazamiento cada vez mayor hacia la esfera pública digital mediante el uso de plataformas. La irrupción masiva de los feminismos y la manera en la que sus figuras de enunciación son leídas y representadas en el entorno digital, posibilita nuevas perspectivas en torno a una multiplicidad de dimensiones sociales, políticas, económicas y culturales. Al mismo tiempo, emergen distintas modalidades de discriminación, acoso y vigilancia sobre mujeres y personas LGBTIQ+ que reproducen modalidades históricas de violencia. La novedad, en ambos casos, reside en una amplificación a escala de los discursos a partir del uso de tecnologías.

 

De manera creciente, las plataformas han conseguido traducir en datos cada interacción realizada por las usuarias y los usuarios. Todo lo que en ellas se ve, se oye y se lee, deja huellas. Sobre ellas, el uso de sistemas de análisis de información (Big Data) permite construir patrones de comportamiento y segmentar perfiles de consumo, según preferencias. Al mismo tiempo, la ciencia de datos organiza mediante algoritmos qué contenidos ofrece cada plataforma según los objetivos que se persigan.

 

Este mecanismo curatorial de los algoritmos fragmenta y personaliza los discursos e imágenes que circulan y establece sesgos programados que ponderan determinados contenidos sobre otros. Si bien el uso de las tecnologías permite dinamizar estrategias de organización política feminista, como fue el caso de la primera marcha de Ni una menos en 2015 y el emblemático primer paro internacional de mujeres en 2016, la segmentación de audiencias y fragmentación de contenidos que realizan los algoritmos polariza las opiniones políticas.

 

De este modo, promueve la proliferación de posiciones radicalizadas que muchas veces terminan en la reproducción de discursos de odio, que estigmatizan, banalizan e inclusive tergiversan las posturas de otras personas, obturando toda posibilidad del debate. Además de la preocupante multiplicación exponencial de mensajes que buscan amedrentar a personas que expresan ideas afines al feminismo, es importante no naturalizar esos comportamientos ni perder de vista que se trata de formas de violencia de género, al igual que la perpetuada en otros ámbitos sociales. En tal sentido, los mecanismos que ofrecen las plataformas para tramitar violencias de género digital a través de reportes no son eficaces. Además, la autorregulación de las plataformas no colabora con el acceso a información estadística en esta materia.

 

Este escenario aviva la presencia de mitos sobre la producción de datos y programación de algoritmos. Existe una idea en torno de una supuesta neutralidad tecnológica que se afirma en que las metas de estos sistemas son operacionalizadas por máquinas, por lo cual no serían capaces de reproducir sesgos de ningún tipo. Por otro lado, la creencia de que las opiniones que circulan en la esfera digital son el fiel reflejo de la realidad social. Sobre estos mitos se erigen formas de gobierno privado de las cuestiones públicas.

 

Sin embargo, es posible desmontar estos postulados. En primer lugar, los algoritmos son programados por personas en función de objetivos de las organizaciones que las contratan, lo cual no significa que los algoritmos sean machistas per se, sino que su mecanismo de funcionamiento no cuenta con perspectiva de género. A su vez, su conformación no está regulada y es opaca, en parte, porque los códigos de los algoritmos y su funcionamiento no se encuentran estandarizados, sino que cada empresa los desarrolla de acuerdo con sus objetivos.

 

El mito de las plataformas como reflejo de la sociedad concibe al entorno digital como un lugar exento de las desigualdades de clase y de género, lo cual niega la existencia de brechas digitales y afecta el ejercicio efectivo de la libertad de expresión.

 

La manera en que las plataformas recopilan cada una de las huellas que quienes las usan dejan en sus interacciones es otro punto de distorsión. En este caso, existen múltiples formas de Big Data que generan y recopilan grandes cantidades de información estableciendo distintos conjuntos de datos (metadatos) que sirven para identificar o describir a otros datos, por ejemplo su autor o tema (como cuando se cataloga una biblioteca). Lo que acaba por verse entonces, por ejemplo en una red social, no es una muestra representativa de todas las personas que se encuentran en esa red, sino sus interacciones junto con los metadatos asociados.

 

Por otro lado, al tratarse de tecnologías que desarrollan empresas protegidas por la Ley de Propiedad Intelectual, los temas de interés público son tratados bajo secreto comercial. Esto posibilita la obtención de ventajas competitivas, pero deja un vacío a la hora de bregar por derechos fundamentales presentes en la Constitución. De esta manera, se obtura la posibilidad de realizar auditorías y mecanismos de verificación para comprender la programación de algoritmos con sesgos de género.

 

Estas tensiones en clave de género presentan distintos dilemas y conectan la importancia de la transparencia en el uso privado de la información con la regulación pública y el sentido de lo público. También ayudan a echar luz respecto del papel que tienen las empresas que venden o actúan de intermediarias de contenidos, con la necesidad de incorporar la perspectiva de género para no convertirse en vectores de reproducción de violencias.

 

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Marcelo Bonelli, abonado al debate presidencial.

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