

La omnipresencia de los dispositivos móviles en la actualidad hace cada vez más compleja la posibilidad de desconectarse. Ya sea laboral o de esparcimiento, las conexiones a internet han elevado su presencia en la vida cotidiana a niveles de saturación. En la cena, en la calle, en el baño. En todas partes los celulares se han convertido en una prolongación del cuerpo. Muchas veces esta hiperconectividad lleva a ignorar lo que sucede alrededor. Se interactúa con el contexto de forma distraída y esto también genera desafíos para la comunicación y la publicidad.
El consumo de medios alcanzó las 12.28 horas diarias. Su punto de saturación. En los próximos cinco años sólo crecerá 18 minutos. A los medios digitales sólo les resta competirle al sueño (lograr que los ciudadanos duerman menos para consumir más) o competir entre sí.
Frente a este uso saturado -y naturalizado- es que algunos especialistas hablan de la necesidad de una “desintoxicación digital”. Desarrollar la vida cotidiana y desenvolverse sin esta tecnología se presenta como el reto contemporáneo.
La comunicación en la era digital es otra muestra del nacimiento de un nuevo medio y -al igual que con el surgimiento del resto de los grandes medios-, junto a ella, emergieron también diferentes teorías respecto de la comunicación de masas y su poder sobre la población. Y como casi siempre, las explicaciones más populares tienden a los extremos: revolución democrática del acceso a la comunicación o nueva era de aislamiento y control social. Obviamente, los abordajes más serios sobre el tema requieren mayor profundidad y necesitan complejizar el fenómeno.
Internet y las redes son un nuevo modo de mediar lo social. Estas innovadoras formas de acceso, participación y control generan temores ante lo incomprendido y han aumentado el miedo a sus poderes ocultos. Se tiende a explicar los fenómenos a partir de una sola variable, porque eso simplifica su construcción periodística, el relato. La simplicidad de esas explicaciones actúa en desmedro de la rica complejidad del tiempo actual. Los miedos al dominio total de la actividad humana a través de plataformas como Facebook es igual de superficial y relativo como aquellas hipótesis que sostienen que las redes sociales democratizarían las interacciones humanas. Las jerarquías y la desigualdad en el acceso a la voz pública existen antes de los medios digitales y estos reconstruyen y repiten gran parte de esos configuraciones sociales.
Ni Facebook define elecciones, a pesar de su innegable incidencia en la forma en que circula la información (incluidas las fakenews) durante los procesos electorales, ni Twitter refleja el clima social -sino que habla desde una porción de la sociedad que suele estar informada y ser intensa-. Estas plataformas se suman al complejo sistema de interacciones simbólicas de una sociedad. Obviamente tienen sus particularidades. Una de ellas es que permiten tener información en tiempo real y detallada de los públicos. La cristalización de la autonomía del receptor deja sus huellas en forma de datos. Hoy, las huellas no sólo son físicas, sino también digitales.
Los datos y la capacidad de trabajarlos son el oro del siglo XXI. Este capital marca un abismo entre quienes lo poseen y quienes no; similar al que existe entre ricos y pobres. Quienes tienen la capacidad de procesar información de audiencias, de ciudadanos, de electores, tienen una ventaja en términos de jerarquía y poder. Nuevos nombres y funciones. Una interacción multifocal, con idas y vueltas que desenmascaran lo complejo de lo social, dibujan la inmensa red digital que une a gran parte del mundo.
Frente a esto, interrogantes y desafíos se abren paso de cara a las sociedades presentes y futuras. La conexión y su relación con la democracia señala la importancia de la necesidad de determinación de los Estados sobre el modo en el que se expanden y la categórica primacía de su intervención para regular y legislar sobre los espacios que definen y modifican la cotidianeidad de la vida de los ciudadanos: ya sea operando encuadres mentales, difundiendo información o interviniendo sobre la calidad del debate democrático.
Si los ciudadanos viven en territorios digitales, el Estado también debe tener presencia en esos espacios: interactuar con ellos, transparentar la gestión y el uso de la información. Debe ciber-materializarse sin perder de vista que los accesos a esos nuevos territorios de adquisición de capital simbólico y económico no son iguales para toda la población. Debe intentar subsanar las desigualdades que genera la brecha digital, con el fin de ampliar los márgenes del debate público y, por ende, de mejorar la calidad de las democracias.