

El golpe militar del 24 de marzo de 1976 fue la manifestación más clara del proceso de naturalización de la violencia política que se vivía en todo el continente americano a lo largo del siglo XX, salvo honrosas excepciones, y el punto culmine de un largo ciclo autoritario en nuestro país.
Siempre las alternativas golpistas fueron violentas, pero nunca se imaginó el nivel de represión que se iba a desatar con la dictadura. La sociedad argentina fue desarrollando una tolerancia negativa a las expresiones autoritarias, que es lo único que explica el nivel de profundidad y extensión que tuvo el nivel de coacción y ferocidad del gobierno de facto. Hubo algunas excepciones, claro, a cargo de de grupos militantes de todo tipo, de ámbitos diversos como las artes y el teatro, el sindicalismo e intelectuales.
El golpe no fue una casualidad del destino, sino el resultado de intentar maniatar a la sociedad argentina y por eso, de alguna manera, la vuelta de la democracia significó una recuperación del protagonismo de los ciudadanos y las ciudadanas ante las instituciones políticas.
La dictadura militar aplastó a las opiniones políticas plurales, a la reivindicación de intereses legítimos diversos, a las expresiones territoriales vinculadas a lo popular y a lo local. Muchas veces encontró respaldo en vastos actores institucionales que priorizaban el orden aún por encima del consentimiento que la población les pudiera dar a los gobiernos.
El último gobierno de facto entregó el poder en 1983 dejando un país devastado, quebrado económica y socialmente, y con la figura de los centros clandestinos de detención como símbolo de la barbarie.
Hoy, después de 35 años repletos de momentos muy duros, si algo sabemos los argentinos y las argentinas es que la democracia es la manera en que elegimos vivir y la forma en que queremos resolver los conflictos y las tensiones siempre latentes en la vida pública. La fortalecemos si aceptamos y promovemos el disenso, la opinión y las elecciones tanto de las mayorías como de las minorías, si escuchamos al otro aunque sus palabras e ideas no coincidan con las nuestras.
La política, pero también la sociedad toda, tienen la responsabilidad de trabajar por una democracia cada vez más inclusiva, justa y plural.