La violencia sexual también fue un dispositivo de tortura. “La violación se daba después de la tortura, cuando la mujer ya había sido liberada y estaba esperando su documento para irse del país”, cuenta Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA y autora de dos libros claves en el marco de este juicio: “Putas y guerrilleras” y “Skyvan. Aviones, pilotos y archivos secretos”. Un mecanismo más de apropiación de los cuerpos, de humillación de la dignidad, de poder sobre las vidas. Un delito de lesa humanidad, como ya fue entendido en otras causas, que sorprendentemente el tribunal integrado por Daniel Obligado, Leopoldo Bruglia y Adriana Pallioti decidió no incluir en su fallo.
En lo alto del edificio estaba Capuchita, una especie de altillo de castigo, de celda de aislamiento donde las condiciones de secuestro eran – si es que esto era posible- más hostiles aún. Allí se confinaba a los militantes a días de encierro donde la comida y el agua eran aun más escasas para disciplinar a quienes ofrecían algún grado de resistencia. Probablemente haya sido el último lugar habitado por quienes integraban el listado de irrecuperables cuyo destino fue, en muchos casos, el de caer de un avión adormecidos por el efecto del pentonaval en los vuelos de la muerte. Ese modo aséptico de matar para el que los pilotos se daban aliento mutuo y que constituyó un secreto con el que no pudieron vivir, a juzgar por las confesiones compulsivas que se conocieron. “No pudieron soportar su secreto y en algún momento lo comentaron con camaradas y con amigos que fueron los que denunciaron”, dice Lewin. Tal como lo sostiene en su investigación, la justicia dio por probado que el Skyvan PA-51 fue el modelo de avión utilizado en los vuelos y que con uno de esos aviones se arrojó al río a las monjas francesas Alice Domon y Leomie Duquet y a las Madres de Plaza de Mayo el 14 de diciembre de 1977. Por primera vez hubo condenados por los vuelos de la muerte: Mario Arrú y Alejandro Domingo D’Agostino. En cambio, Julio Poch y Ricardo Ormello resultaron absueltos.
Se estima que por la ESMA pasaron 5.000 personas, en la incertidumbre de no tener datos precisos, parte de la estrategia genocida de no dejar rastros del exterminio. El tramo 3 de la causa ESMA tomó 789 casos. Setecientas ochenta y nueve vidas. Entre ellas, la de Rodolfo Walsh, las de las tres Madres de Plaza de Mayo Mary Ponce de Bianco, Esther Ballestrino de Careaga y Azucena Villaflor de Devicenti, y las de las monjas francesas Renée Léonie Duquet y Dagmar Hagelin.
El presidente del Tribunal Oral Federal Nº5 llamó a silencio. Arriba, los familiares de los genocidas cantaban el himno, como si otra vez la Patria fueran ellos. En la planta baja se gritaba “Asesinos, asesinos” mientras ingresaban los represores a la sala. Minutos después todo era silencio y, en voz monótona, Obligado comenzó a leer la sentencia:
Jorge Eduardo Acosta, prisión perpetua. “Murió en el sótano de la ESMA. Le pedí a Acosta si le podían entregar el cuerpo a su familia. Me dijo que no.” Randolfo Agusti Scacchi, prisión perpetua. “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.” Juan Alemann, absuelto. “Tenemos que ir a la Plaza, ahí nos van a ver, nos van a tener que atender.” Juan Arturo Alomar, 13 años de prisión. “Era humillante: se turnaban para violarme.” Paulino Oscar Altamira, ocho años de prisión. “Mi padre cantaba la marcha peronista mientras lo torturaban.” Mario Daniel Arrú, prisión perpetua. “Nosotros no podíamos levantar la vista.” Alfredo Astiz, prisión perpetua. “Quiero transmitirle también el sentimiento de mi gobierno, que considera que ninguna nación que se autotitule civilizada puede concebir siquiera llevar un animal herido en el baúl de un auto, y muchísimo menos a un ser humano que está baleado por la espalda.” Juan Antonio Azic, prisión perpetua. “Me dijeron que no iba a volver a ver nunca más a mi mamá.” Daniel Humberto Baucero, diez años de prisión. “Lo que nos salvó de enloquecer fueron nuestros ideales y nuestra ideología.” Julio César Binotti, ocho años de prisión. “Los primeros tres días no me dieron de comer.” Carlos Octavio Capdevilla, 15 años de prisión. “Sentía el olor a miedo.” Ricardo Miguel Cavallo, prisión perpetua. “Nos daban sólo mate cocido y un pedacito de pan con carne a la noche.” Miguel Enrique Clements, ocho años de prisión. “A mi mamá no la volví a ver nunca más.” Daniel Néstor Cuomo, prisión perpetua. “Me aplicó picana eléctrica y me preguntaba sobre un dinero que aparentemente había en mi casa, además de unas granadas.” Rodolfo Cionchi, prisión perpetua. “Los marinos me cantaban el feliz cumpleaños mientras me torturaban.” Juan de Dios Daer, ocho años de prisión. “En los días de traslados cantaban los números de las personas que iban a morir. Yo gritaba a mí, a mí. No quería vivir más.” Alejandro Domingo D’Agostino, prisión perpetua. “Voy a estar hasta que aparezcan todos, porque todos los desaparecidos son mis hijos.” Hugo Enrique Damario, prisión perpetua. “Vi carpetas con los nombres de los caídos. Muchos tenían al lado la frase: destino final.” Carlos Eduardo Daviou, 12 años de prisión. “Al odio genocida deshumanizante, le opusimos constancia, reivindicación, orgullo y amor.” Jorge Manuel Díaz Smith, 12 años de prisión. “Primero me desnudaron completamente y me revisaron la vagina, me revisaron la cola y comenzaron a pegarme, así desnuda como estaba.” Francisco Di Paola, prisión perpetua. “Nunca pude obtener una información que me permitiera deducir que mi hija estuviera muerta o viva.” Adolfo Miguel Donda, prisión perpetua. “El que manejaba la tortura fue Donda. Me pide que me saque la capucha, que lo vea. Yo tenía que tener la picana y yo mismo me tenía que flagelar.” Juan Carlos Fotea, 25 años de prisión. “Otro día me sacaron de día para ir a firmar la venta de mi casa, que estaba a nombre mío solo.” Rubén Oscar Franco, 20 años de prisión. “Como no sabía contestar, me pegaban, hasta que me bajaron en pijama, con los ojos vendados y me meten en un baúl de un coche.” Miguel Ángel García Velasco, prisión perpetua. “Estaba esposado, agachaba la cabeza y me daban un coscorrón y no me podía dormir.” Pablo García Velasco, prisión perpetua. “Las necesidades podíamos hacerlas cuando ellos traían un balde, y si no, te tenías que hacer las necesidades encima, y aquello olía mal.” Alberto E. González, prisión perpetua. “Por la noche en mi casa me llamaban por teléfono y me ponían grabaciones con gritos, y cuando yo quería hablar no podía, porque cortaban.” Orlando González, prisión perpetua. “Mis hijos saben quién fue, qué hizo, qué pensaba su abuelo.” Ricardo Jorge Lynch Jones, absuelto. “¿Por qué llora esta nena?, me preguntaron, y yo contesté porque mataron a mi papá.” Jorge Luis Magnacco, 14 años de prisión. “Nací en una de las salas de la ESMA, sobre una mesa.” Roque Ángel Martello, absuelto. "Lo que la dictadura quiso destruir fue toda forma de organización del pueblo.” Rogelio José Martínez Pizarro, prisión perpetua. “Me desnudan. Me atan a una cama y empiezan a torturarme.” Luis Ambrosio Navarro, prisión perpetua. “Tengo mucha esperanza en un futuro mejor, porque los sueños nuestros siguen vivos.” Víctor Roberto Olivera, 14 años de prisión. “Si mis seres queridos hubiesen tenido el juicio que les dan a los asesinos, la historia hubiera sido diferente.” Rubén Ricardo Ormello, absuelto. “Nunca les voy a perdonar el tiempo que me robaron con mi hijo.” Eduardo Aroldo Otero, 17 años de prisión. “Este muchacho había juntado las miguitas y había fabricado un muñequito, que no sé qué simbolizaba, pero estaba conmemorando una fecha de pareja, entonces le regaló a ella ese muñequito que había construido.” Mario Pablo Palet, ocho años de prisión. “Era toda gente muy buena, que quería hacer un mundo mejor.” Guillermo Pazos, 16 años de prisión. “Había una carta en mi pañal cuando fui entregada (a la abuela), de mi madre dirigida a mi padre.” Antonio Rosario Pereyra, diez años de prisión. “Ahí me hicieron bajar del auto y me llevaron a un cuarto, y en el piso de ese cuarto estaba mi marido ya muerto.” Antonio Pernías, prisión perpetua. “Vos desde ahora estás vigilado por el resto de tu vida, algo así me dijeron.” Claudio Orlando Pittana, prisión perpetua. “Yo rogaba que no viniera la noche, porque sabía que iban a venir.” Julio Alberto Poch, absuelto. “No había ningún texto, ningún país del mundo donde hubiera nietos secuestrados por razones políticas”. Héctor Francisco Polchi, 11 años de prisión. “Quiero saber qué pasó con mi hija, quién la condenó, quién la juzgó y a dónde está.” Jorge Carlos Rádice, prisión perpetua. “Rádice me llevó a un hotel cercano a la ESMA y me violó. Lo mismo con Rolón.” Francisco Lucio Rioja, prisión perpetua. “Bajamos en el ascensor con dos personas más, después me enteré de que una era el responsable de las torturas, él me mostró el bolsillo lleno de granadas.” Miguel Ángel Alberto Rodríguez, ocho años de prisión. “Cuando torturaban a mi hermana y salían y venían a torturarme a mí, para ver si alguna mentía.” Juan Carlos Rolón, prisión perpetua. “Me bañaba desnuda y él me miraba, me tenía que bañar con la puerta abierta, no sé si nos daban alguna toalla.” Néstor Omar Savio, prisión perpetua. “Siempre presentábamos hábeas corpus. Todos eran contestados negativamente.” Hugo Sifredi, prisión perpetua. “Una vez se cortó y nunca más hubo llamadas de teléfono de madrugada y nunca más supimos de mi hermano.” Emir Sisul Hess, absuelto. Carlos Guillermo Suárez Mason, prisión perpetua. “Muchos amigos dejaron de ser amigos y muchos vecinos cerraron las puertas.” Gonzalo Torres de Tolosa, prisión perpetua. “La figura del desaparecido no es un muerto. Hay un pedazo nuestro que falta, hay algo en la vida que no está funcionando.” Eugenio Vilardo, prisión perpetua. “No hay modo de reparación, no hay reparación.” Ernesto Frimón Weber, prisión perpetua. "Hubo complicidades criminales y civiles que son importantes y tienen que seguir siendo investigadas.”
LA SENTENCIA. El 29 de noviembre llegó el ansiado día. Para 789 víctimas se acabó la impunidad. Salieron de esa fosa común que es la condición de desaparición sin responsables, sin datos, sin tiempo y pasaron a ser víctimas del terrorismo de Estado. La lógica del derecho penal exige que a cada asesino se le adjudique responsabilidad exclusivamente por aquellos casos en que ha sido probada por testimonios o documentada su participación directa.
Los cuarenta años que pasaron desde que aquellos crímenes se cometieron fueron de incertidumbre, de sostener una verdad frente al Estado que no la reconocía, de perpetuación de la desaparición. Esta sentencia, las que hubo y las que vendrán, prueban que nuestras abuelas tenían razón cuando presentaban habeas corpus aunque los jueces se los negaran cobrándoles las costas. Que los medios de comunicación encubrieron el genocidio, aunque el fallo no hizo lugar al pedido de los fiscales Mercedes Soiza Reilly y Guillermo Friele de rectificar la información errónea publicada en los diarios La Nación y Clarín.
Acostados, con los ojos vendados y engrillados, permanecían uno al lado del otro, resistiendo en la debilidad de los cuerpos hambreados, torturados y violados.
Para que este día histórico fuera posible hubo un 30 de abril de 1977 en que catorce mujeres se reunieron y, a la voz de “Circulen”, marcharon en Plaza de Mayo. Hubo Chichas Mariani y Estelas de Carlotto buscando nietas y nietos hasta descubrir el ADN. Hubo, después de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y de los decretos de Indulto, H.I.J.O.S. organizando escraches y exponiendo a la luz del día a los asesinos en los barrios y los lugares de trabajo. El movimiento de Derechos Humanos siempre tuvo al juicio y castigo en su horizonte. Nunca la venganza. Nunca la violencia por mano propia. Un horizonte que se corría y que parecía inalcanzable. El abogado Carlos Slepoy, aquel que impulsó los juicios en España en los tribunales del Juez Baltasar Garzón, sostenía que a la gravedad de los delitos de lesa humanidad había que sumarle la de su institucionalización: la impunidad.
El fallo reconoce verdades. Quienes sobrevivieron a ese centro de exterminio, las madres, los padres, las abuelas y los abuelos, los hijos y las hijas nos fuimos con una sonrisa. Nos abrazamos. Lloramos. Reímos. Esperamos 40 años por esto y todavía estamos asimilando esta victoria de la memoria, la verdad y la justicia.
En noviembre de 2013, cuando fui a declarar como testigo por la desaparición de mis padres Gustavo García Cappannini y Matilde Itzigsohn, le pregunté a mi hijo León - que entonces tenía diez años-, si quería que dijera algo. Me dijo: “Sí, que me hubiera gustado conocer a mis abuelos y que si ahí están los que los mataron, que se vayan al infierno”.
LA PLAZA. Los destinos de estas tres mujeres se cruzan algún día de 1977, en algún pasillo del Vicariato de Marina, o quizás del Ministerio del Interior, o tal vez en la Iglesia de la Santa Cruz. Lo cierto es que Esther Ballestrino de Careaga, María Eugenia Ponce de Bianco y Azucena Villaflor de De Vincenti salieron, como tantas otras madres, a buscar a sus hijos desaparecidos.
“¡Basta! No puede ser, el Gobierno no hace otra cosa que mentirnos y tratar de sacarnos información. Tenemos que ir a la Plaza, ahí nos van a ver, nos van a tener que atender!”, resonó la voz de Azucena en la sala de espera del despacho de Monseñor Graselli en la capilla Stella Maris. Ninguna de las Madres presentes olvidó esas palabras. Resuenan en Plaza de Mayo cada jueves, 40 años después.
“Vi carpetas con los nombres de los caídos. Muchos tenían al lado la frase: destino final.”
Esther de Careaga comienza la búsqueda de su yerno desaparecido en septiembre de 1976 y luego suma la búsqueda de su hija. Conoce a otras madres que estaban en la misma situación y se hace llamar Teresa. “Ella me dijo ‘vos fijate bien, en una reunión el que tiene el micrófono es el que manda. Vos subite a la silla o la mesa, si hace falta, pero hacete escuchar’”, se acuerda Hebe de Bonafini.
Una noche volvió a su casa, contenta porque tenía novedades sobre su hija. Su marido y su hija Mabel le dijeron que ellos también. De la habitación salió Ana María a abrazarla. Esa misma noche, Esther fue con sus dos hijas a contarle a otra madre acerca de su hija que había estado cautiva con Ana María en el Centro Clandestino El Atlético.
Y volvió a la Plaza. Alguna madre le preguntó por qué había vuelto, si ya tenía a su hija. “Voy a estar hasta que aparezcan todos, porque todos los desaparecidos son mis hijos”. Esas palabras se hicieron cuerpo y unos años más tarde las Madres decidían socializar la maternidad.
Mary comienza su recorrido en 1976. El 30 de abril secuestran en su casa a su hija Alicia. Ella agarra a los milicos de los pelos y les dice “no sé como tocan a sus hijos a la noche cuando vuelven a su casa”. De una trompada le rompen algunos dientes, pero ella se defiende.
Años más tarde, su hija Ana reconstruye la historia y descubre que su madre había sido militante del PRT, trabajaba en solidaridad con los presos y sus familiares.
En febrero de 1977, Mary se entera de que Soledad, su sobrina nieta de 11 meses, había sido llevada a Casa Cuna, tras el secuestro de sus padres. La urgencia es recuperar a esa niña. Redacta un habeas corpus, va a ver al juez Sarmiento, lo presiona y el 18 de abril 1977 Soledad va a vivir con su abuela.
LAS MADRES. “Ninguna de las tres usó el pañuelo”, recuerda Hebe. “Les parecía ridículo”. cuenta. Pero sí marcharon a Luján. Y participaron de la reunión de Parque Pereyra, donde, simulando un festejo, las Madres diseñaron una estrategia de denuncia desde la clandestinidad y se distribuyeron las tareas que cada una debía realizar.
Además, Mary y Esther asistían a las reuniones que se realizaban en la Iglesia de la Santa Cruz, junto a jóvenes y familiares que colaboraban con ellas. De esas reuniones también participaba el genocida Alfredo Astiz, tras el seudónimo de Gustavo Niño, haciéndose pasar por el hermano de un desaparecido. La infiltración buscaba identificar a los y las activistas para desmantelar ese germen de resistencia que ya había logrado hacer trascender en el exterior las denuncias sobre las desapariciones.Las Madres estaban trabajando para publicar una solicitada con un listado de todos los nombres de desaparecidos que habían logrado reunir. Pasaban los días indagando por más denuncias y juntando el dinero para pagarla.
“La figura del desaparecido no es un muerto. Hay un pedazo nuestro que falta, hay algo en la vida que no está funcionando.”
El 8 de diciembre, Esther y Mary son secuestradas en la Iglesia Santa Cruz, junto a Angela Auad, Remo Berardo, Raquel Bulit, Horacio Elbert, Julio Fondovila, Gabriel Horane, Patricia Oviedo y las religiosas francesas Domon y Duquet.
El 9 de diciembre, Azucena contesta a las dudas de sus compañeras: “Hay que seguir con la solicitada. A las madres ya las están buscando los abogados. No podemos parar”.
El 10 de diciembre, cuando iba a comprar un segundo ejemplar de La Nación porque en el que había comprado temprano había nombres borroneados, Azucena es secuestrada a dos cuadras de su casa. Las Madres ya habían aprendido a no parar.
El 30 de abril de 1977 era sábado. Las Madres se reunieron en la Plaza. Tal vez caminaron en respuesta a la orden de “circulen” de algún policía. No usaban pañuelo. Buscaban a sus hijos. No sabían que estaban haciendo la Historia. No sabían que le enseñarían al mundo que la dignidad derrota dictaduras. Que los hijos paren a las Madres. Que nacer es un hecho colectivo.
Fotos: Luis Iramain.