En un congreso de empresas periodísticas organizado en noviembre pasado en Buenos Aires, uno de los talentosos funcionarios a cargo de la estrategia de comunicación de Mauricio Macri enunció sus mandamientos. Con ellos, el ahora Presidente logró sobrellevar la compleja cohabitación como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires cuando Cristina Fernández de Kirchner presidía el país y pudo vencer en el ballotage a Daniel Scioli a pesar de haber sido superado en primera vuelta en las elecciones de 2015. El primer aniversario como jefe de Estado expone a Macri y a sus principales colaboradores infringiendo sus principios de comunicación.
La segunda ley de los mandamientos, “no usarás las redes sociales para agredir a otros”, parecía especialmente diseñada para coyunturas en las que Macri no ocupaba el centro de la escena política y, quienes lo hacían, enunciaban y tramitaban conflictos. Frente a ese centro que irradiaba disputas, Macri desplegaba un temperamento apacible en el que la no agresión era un sello distintivo valorado por amplios sectores de la población. Esquivar la pelea lo llevaba a ganar. Y ganó.
Pero los últimos tiempos, con la secuencia de derrotas políticas (como las leyes de reforma política e impuesto a las ganancias), indicadores socioeconómicos preocupantes, vacancia en la dirección de conflictos previsibles (críticas de organismos de Derechos Humanos del mundo por la detención de Milagro Sala) y no esperados (inundaciones en Pergamino), sacaron al Presidente del libreto tan metódicamente aprendido. Y, obligado a salir de su zona de confort, el macrismo enseña otra faz a los argentinos.
El Gobierno destina a las campañas sistemáticas, segmentadas y emotivas en las redes sociales digitales un presupuesto millonario que aliviaría los apremios de varios servicios estatales recortados. La interlocución con la sociedad descansa en estas campañas y en la cohesión del discurso a cargo de algunos de los comunicadores estrella de los grupos de medios privados con mayores audiencias. Si allí se resume el arsenal de estrategias de comunicación de un gobierno que recibió y provocó problemas socioeconómicos, a futuro tendrá problemas. La revolución de la alegría es una atractiva consigna que la gestión en el contexto actual, impiadosa, se deglute con sus sinsabores.
El rito electrónico de un gobierno que, en lugar de ejercer la pedagogía desde el atril, como hacía el kirchnerismo, busca empatizar con los gustos y tendencias de cada usuario de las redes como Facebook, Instagram o Twitter porque estudia y provee contenidos para cada tipo de reacciones en entornos virtuales, entra en cortocircuito cuando lo cotidiano hace crisis y sorprende, en forma de imprevisto, a los planificadores de las campañas oficiales en la red.
Incluso sin profundizar en la responsabilidad política y social por la emergencia de las crisis, sería necio negar que la Argentina convive con ellas, que las crisis troquelan su agenda pública. Éste es el problema de base para el armado profesional del discurso gubernamental que aspira a conectar a nivel individual pero que no logra trascender la organización múltiple de los conflictos desatados en torno de las sucesivas y continuas crisis de lo cotidiano. El gentismo 2.0, con su lógica difusionista, está divorciado no sólo de la calle, sino también de otros espacios públicos.
De modo tal que, cuando el imprevisto surge, sea por la represión a vecinos inundados (Pergamino) o por la toma de una comisaría a raíz del asesinato de un adolescente (Flores), el libreto se tilda, sus intérpretes dan rienda suelta a sus impulsos coléricos y revelan un sustrato ideológico retrógrado que dista de la corrección política.
Hasta ahora, el macrismo había hecho de la necesidad una virtud para paliar con cierta pose pospolítica la ausencia de intelectuales como los que acompañan al peronismo, al radicalismo o a la izquierda. Los pocos intelectuales oficialistas, tomados en préstamo desde otras tradiciones, realizan un proceso de conversión al registro aforístico, dado que, como expresó el jefe de Gabinete, Marcos Peña, en un instante de incontinencia verbal, resignan su juicio crítico ya que “hace daño”. De ahí la exhibición de antiintelectualismo (que tuvo su mayor despliegue en los ataques desde el macrismo contra los investigadores del Conicet, la única institución de cobertura nacional realmente meritocrática) que repone cierto relativismo de las ideas y opiniones en pos de celebrar la horizontalidad del contacto directo. De allí el simulacro de comunicación en las redes sociales pero también los timbreos y, sobre todo, la campaña de un Macri cercano tocando a personas de a pie.
No obstante, el contacto es cortado de cuajo cuando los gestores deben responder ante reclamos concretos por las políticas que implementan. Los buenos modales hacen agua y los largos silencios son interrumpidos por tuiteros desorbitados que, curiosamente, intervienen de lunes a viernes en horario de oficina y, por regla, embisten contra cualquiera que ose criticar o disentir con la línea gubernamental.
En momentos de crisis, el escenario que hace un año lucía tan armónico y ensamblado pasa, sin solución de continuidad, a descubrir su artificialidad, su impostura y, lo que traerá consecuencias, su indolencia. Los hasta ayer eficientes evangelizadores de las buenas ondas muestran su costado más intolerante y su desprecio por los ciudadanos de carne y hueso, por sus reclamos y por sus representaciones.
(Conicet, UNQ, UBA. En Twitter, @aracalacana)