Yo conocí a Fidel Castro. En persona. Un raro privilegio de la historia. Pero no era yo en singular. Era yo en mi condición de hija de desaparecidos, militante de H.I.J.O.S. acompañando a Hebe de Bonafini, presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
Tenía 21 años. Llevaba un grabador de cassette, una cámara de video y una libreta de tapas de corcho que ofició de diario de viaje. Una semana estuvimos en la isla, del 7 al 15 de marzo de 1996. Lo único que tengo todavía es ese diario. Allí releo los apuntes de esos días y del encuentro con Fidel. Lo recuerdo tan vívido como si hubiera sido hace pocos días. La impresión por su gran estatura y haber calculado que yo apenas llegaba hasta arriba de su cintura. Sentado en un sillón, con sus piernas extendidas, me parecía más gigante todavía.
Y, sin embargo, a pesar de ser consciente de que estaba frente a una leyenda viviente, tal vez por lo de los 21 años, me sentía cómoda en ese despacho con el Comandante que más intentos de atentados había sufrido a lo largo de la historia. Tengo presente con nitidez su mirada atenta. A los ojos de Hebe, directamente. Y sus silencios, en los que recorría ideas, para luego decir algo revelador, profundo, inquietante. La primera vez que dimensioné lo que los genocidas habían hecho con nosotros, las hijas y los hijos de sus víctimas, fue de boca de él. Habló del nazismo y sus lecturas sobre genocidios y dijo: “Nadie hizo con las niñas y los niños lo que los militares argentinos hicieron”. La apropiación, la tortura y hasta la muerte.
Me sorprendió su fluidez para hablar de todos los países del mundo, su conocimiento geopolítico detallado, su familiaridad con la política interna y su comprensión honda de los procesos. Cuando habló de Argentina, se refirió a matices del Frente Grande como si él mismo hubiera participado de los debates.
Yo no dejaba de pensar en mis viejos, Tili y Gustavo, en cómo este hombre nos unía en el tiempo. En que yo, de algún extraño modo, estaba allí frente a ese hombre que había hecho la revolución que mis padres no pudieron. Conocer a Fidel fue la constatación de lo posible. Porque, como él dijo alguna vez: “Cuando salimos con el Granma no sabíamos el destino que nos aguardaba, pero, aún si nos hubiera ido mal, no estábamos equivocados. El éxito o fracaso de una misión no determina su justeza”. No estaban equivocados.
Empecé a militar siendo estudiante secundaria y, en una conversación filosófica con un compañero, nos preguntábamos qué significaba hacer la revolución. Eran los ´90 neoliberales, menemistas, de impunidad. Y no sabíamos ni teníamos horizontes para pensar esa transformación en concreto. Fidel fue la certeza de que ese sueño era posible. Cuba era la revolución. No tan brillante, tal vez, ni tan perfecta. Digna. Igualitaria. Justa. Fidel fue ese puente entre la utopía de mi mamá y mi papá, de las y los 30.000, y nosotras, nosotros. “Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una misma conciencia y dignidad los alienta a todos”, decía el Comandante.
La clave de la lucha revolucionaria en Argentina había empezado en la Sierra Maestra muchos años atrás. Cuando era cierto aquello de que “un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército”. Fidel venía de ese mundo, era como ellos, esos padres nuestros, esas madres nuestras que actuaron por convicción y amor y que desaparecieron, se exiliaron o fueron asesinados y no tuvieron el tiempo o las palabras para explicarnos de qué se trataba. Eso hizo Fidel: ponerle palabras, muchas, todas a la idea de revolución. Ponerle historias, rostros, dignidades.
En Cuba no hay chicos ni chicas de la calle. Recuerdo bien haber visitado una casa donde se alojaban quienes no tenían familia y eran las hijas y los hijos de la Patria. El propio Fidel los visitaba cada mes y conocía en detalle sus vidas. Pensé, tal vez, que entonces en Cuba los huérfanos éramos hijos de la Patria.
Sentí, desde el momento en que pise esa tierra, que todo podía ser de otro modo. Exactamente como dice la canción española: “Que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda”. Supe, cuando a Hebe y a mí nos recibían con honores diplomáticos y hermosas flores que la detención que durante un día habíamos padecido estudiantes platenses unos días antes no era el único destino. Presentí que al cinismo despolitizante había con qué enfrentarlo, toda Cuba.
El viaje incluyó la participación en un acto en que se homenajeaba a José Antonio Echeverría, que había comandado a un grupo de estudiantes que se había rebelado contra Batista y había sido fusilado. La multitud que participaba de la movilización cantaba incesante y rítmicamente “Pa´lo que sea, Fidel, pa´lo que sea”. Ese amor, esa incondicionalidad, esa entrega era algo inimaginable para quien venía del país de la anti-política. En ese instante entendí que otro mundo era posible. "Fíjense que ha tomado fuerza esa frase: un mundo mejor es posible. Pero, cuando se haya alcanzado un mundo mejor, que es posible, tenemos que seguir repitiendo: Un mundo mejor es posible, y volver a repetir después: Un mundo mejor es posible", dijo el 26 de mayo de 2003, apenas iniciada la gestión de Néstor Kirchner, en la Facultad de Derecho de la UBA.
La entrevista que tuvimos con Fidel duró una hora y media. Antes de irnos, me preguntó qué hacía yo. Le conté que estudiaba cine y periodismo. Me dijo, mientras caminábamos y me abrazaba: “Pero hay que dedicarse a la lucha. Ahora tenés que luchar”.