Enfoque

Principios y fines de las comunicaciones convergentes

El autor analiza las 17 verdades macristas que serán la columna vertebral de la ley que el Gobierno elabora para instalar su propio paradigma en ese terreno. Intereses y contradicciones.

Tras haber cumplido más de la mitad del plazo original previsto por el gobierno de Mauricio Macri al crearla, la comisión encargada de redactar un proyecto de ley que unifique normas sobre medios audiovisuales, telecomunicaciones y algunas capas de Internet dio a conocer este miércoles los 17 "principios que regirán la Ley de Comunicaciones Convergentes" que, en rigor, son los que vertebrarían el proyecto que el oficialismo presentaría a fines de 2016 o comienzos de 2017 ante el Congreso, que es el poder facultado constitucionalmente para legislar. Esta nota analiza el documento, que contiene lineamientos que en su mayoría no son novedosos aunque portan la novedad de poseer un aire de familia con las regulaciones previas en materia de medios audiovisuales y telecomunicaciones. A la vez, la traducción de algunos de los principios anuncia conflictos entre intereses cruzados de los principales conglomerados industriales de estas actividades.

 

El primero de los principios afirma que “las comunicaciones convergentes son aquellas que permiten recibir, producir, transportar y distribuir información, opinión, contenidos –garantizando la libertad de expresión y el acceso a la información- con independencia de las plataformas tecnológicas que se utilicen”. Esta definición cobija tensiones tanto con la política de comunicación que ejecuta desde hace seis meses el gobierno nacional, como con el objetivo de participar a todos los actores de la cadena productiva convergente en igualdad de condiciones.

 

Los principios difundidos son de carácter general y, en consecuencia, despejan algunas incógnitas respecto de la orientación que –si el documento es representativo de lo que piensa la conducción del gobierno- tiene la gestión de Macri en aspectos delicados en los que hay actores dominantes en medios y telecomunicaciones con intereses contradictorios, a la vez que sectores postergados históricamente por ser más pequeños en escala o por carecer de finalidad lucrativa en su actividad, sean estos cooperativos o comunitarios. Otras incógnitas quedan abiertas pues, como reza el refrán, el diablo está en los detalles. Los ideales de pluralidad, diversidad, acceso a la información, libertad de expresión, federalismo, competencia y producción nacional de contenidos son compartidos, a nivel declarativo, con unanimidad; son las políticas necesarias para alcanzarlos las que hacen la diferencia, tanto en Argentina como en el resto del mundo.

 

Sin embargo, no es menor que haya coincidencias básicas expresadas por el documento con los estándares de la Convención Americana de Derechos Humanos como con otros instrumentos de DDHH. La concurrente afirmación de que “el acceso y la participación en las comunicaciones convergentes debe ser plural, diverso e igualitario”, se inscribe además en los avances normativos alcanzados con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de 2009 con la que, a pesar de la retórica de funcionarios a cargo del sector, estos principios guardan más de una semejanza. La diferencia, nuevamente, está en la interpretación y en la aplicación de los principios rectores, como lo muestra la redacción del punto 16, relativo a “medios públicos”, que no se distingue en esencia del artículo 121 de la ley audiovisual de 2009.

 

Los principios difundidos por el gobierno también reconocen prestadores de gestión estatal, privados sin fines de lucro y privados con fines de lucro. El texto no menciona si a los “sin fines de lucro” se les proyecta el objetivo de reserva del 33% de las frecuencias audiovisuales que la ley de 2009 incluyó (y que la política de medios del kirchnerismo no cumplió).

 

El texto también vincula la defensa de la competencia con “el fomento de la pluralidad de voces, el pluralismo cultural, el federalismo de concertación y la producción nacional de contenidos”, que son obligaciones del Estado. Con la alusión a la competencia, el documento le hace un gambito retórico al problema de la concentración de la propiedad de medios y redes –y sus recursos asociados-, lo que supone un obstáculo para la realización del derecho a la libertad de expresión –como señaló reiteradamente la Relatoría de Libertad de Expresión del Sistema Interamericano de DDHH-. Este puede no ser inconveniente en la instancia de definiciones generales, pero lo será a la hora de disponer una propuesta de articulado, pues la concentración excesiva daña la competencia y erosiona los derechos enunciados como ideales en el documento.

 

El gobierno proyecta una autoridad de aplicación unificada para audiovisual, telecomunicaciones e Internet. Esa autoridad sería un órgano colegiado sin requisito, según el punteo, de designación de integrantes por parte del Congreso Nacional para asegurar la participación de otras fuerzas políticas, ni plantea representación federal alguna como así tampoco de fuerzas sociales o académicas. Sólo se piensa en que los miembros no sean del mismo género, que sean personas idóneas y posean reconocida trayectoria académica o profesional en la materia. En este sentido, los principios desconocen una de las recomendaciones de los estándares americanos de DDHH en materia de libertad de expresión, que plantea la necesidad de que el órgano regulador tenga autonomía tanto del poder político cuanto del poder económico.

 

Otra discordancia interna del punteo refiere al último de los principios, el 17, relativo a medios comunitarios, pues localiza el fomento a su desarrollo en “poblaciones con singularidad cultural, social o en representación de colectivos diversos, poblaciones distantes o de difícil acceso”, lo que expresa una perspectiva limitada y fragmentaria sobre el sector y, por ello, también prescinde de los estándares americanos de DDHH.

 

Así como un lugar común de la crítica a la ley audiovisual por parte de quienes se opusieron a la regulación de 2009 fue que la ley “nacía vieja”, lo mismo, y más aún, puede decirse del principio 13, que manifiesta que las aplicaciones de intermediación en la prestación de servicios (apps) deben respetar normas locales, responder por daños y perjuicios si son notificados (el documento no dice por parte de quién: ¿el gobierno?, ¿el Poder Judicial?), deben registrarse (lo que expresa una intención hiperbólica) y respetar los derechos de propiedad intelectual. La ley argentina de propiedad intelectual (11723) data de 1933 (¡!), por lo que remitir a esa norma en materia de producción y circulación social de información y entretenimientos masivos es, cuanto menos, un anacronismo manifiesto.

 

Los principios difundidos por el gobierno orientarán la discusión de los actores interesados en una futura ley de comunicación convergente. Estos y otros ejes elaborados y debatidos por otros sectores políticos y sociales convocan a una ciclópea tarea de diagnóstico de la realidad de las comunicaciones en el país, de sus protagonistas e intereses diversos y no siempre armonizables, de sus desigualdades y asimetrías manifiestas y de la evolución tecnológica que altera la esencia de redes y servicios.

 

La noción misma de “convergencia” que presenta el documento es, llevada al extremo, incompatible con algunos de los ideales allí listados. Si la convergencia habilita a todas las redes de comunicación a  participar de todos los servicios, no se entiende por qué se la limita con restricciones normativas para operadores de televisión satelital (impedidos de dar servicios convergentes) y los que tienen su origen en las telecomunicaciones. ¿La convergencia diluye las fronteras de actividad? Sin embargo, a una empresa de medios que hoy obtiene la mayor parte de sus ingresos como carrier de datos el gobierno le franquea el mercado, mientras le impide a un operador de red de telecomunicaciones ofrecer servicios audiovisuales. Esto no significa que el Estado deba permitirle a todos los actores avanzar sobre todos los frentes, pero sí establecer prioridades y reglas claras. Si la prioridad es la inclusión, el acceso universal, la libertad de expresión de todos los sectores de la comunidad, es lógico que se impongan límites a la concentración y se establezcan medidas de protección. Nuevamente, en esa senda se define la materialidad de la política de las comunicaciones, convergentes o no.

 

A las dificultades propias de la elaboración de una ley en plena mutación de las actividades de comunicación se le agregan condimentos de la política y la economía que condicionan este proceso. A medida que se acerque el escenario electoral de 2017, las probabilidades de trámite de un proyecto de ley en un tema controvertido, con actores tan disímiles y necesidades antagónicas, dependerán del contexto económico y de las expectativas y el posicionamiento político de quienes compitan en las elecciones. Por ello, el lapsus del documento al aseverar que estos principios “regirán la ley de comunicaciones convergentes” demuestra que al gobierno le falta madurar por un lado en la comprensión de los conflictos que surcan el universo de las comunicaciones, como en los que siembran el campo político.

 

Aún si lograra sortear el obstáculo del contexto económico y político, una futura ley basada en derechos, intereses y posiciones de grandes actores industriales coincidentes o funcionales con los del oficialismo tendría otra complicación a mediano plazo, y es que, al cabo del mandato de Macri, el siguiente gobierno decrete la caducidad de lo actuado en este lapso con el mismo ánimo refundacional con el que intervino e interviene el gobierno actual con la regulación anterior mientras promete la futura ley.

 

@aracalacana

 

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