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ESPECIAL CONURBANO

Crónica de la sobrevivencia a 30 minutos del Obelisco

El día a día de Jorge, Johanna y María en barriadas del AMBA. Malabares para parar la olla de la que comen cientos de personas. Del bife al huesito pelado.

Ese conjunto de calles de barro y basura apenas tiene nombre. Algunos dicen que se llama “9 de Enero”. Otros le dicen “el barrio nuevo”. Pertenece a una zona más grande, El Zaizal, localidad de Monte Grande, en la cuádruple frontera de los municipios de Esteban Echeverría, Lomas de Zamora, Ezeiza y La Matanza.

A 40 kilómetros del centro porteño, este asentamiento en El Zaizal parece, a simple vista, una de las zonas pobres del conurbano. En el fondo del barrio, un muro de basura, barro y bosta de caballo separa las casas de un arroyo verde fosforescente. Es un conjunto de construcciones de madera, chapa y lonas que compite por ser una de las villas más relegadas y míseras del Gran Buenos Aires.

Ahí, entre los carritos para cartonear y los caballos sueltos, Jorge Aquino hace su milagro todos los días. En su casa, una pieza grande de material con un baño que es apenas un pozo rodeado de chapas, recibe cada mediodía a cerca de cien mujeres, hombres y chicos que vienen a buscar alimento. Comen acá o se llevan la comida a sus casas, en tapers desvencijados, que acomodan en bolsas.

Cuesta entender cómo hace Jorge para que a ninguna de las personas que vienen hasta el comedor improvisado que abrió en su casa le falte comida, porque acá falta de todo.

Hombre de fe, Jorge cree que Dios lo ayuda todos los días, pero las que en realidad trabajan a su lado son las mujeres de su familia y del barrio, que se esmeran para conseguir insumos con los que amasar panes o cocinar una olla grande de arroz con huesitos de cerdo. Con ese menú van a llenarse la panza entre 60 y 80 personas. Nadie se queda con el plato vacío.

De origen paraguayo, la historia de Jorge parece ser la de otros muchos y muchas en los barrios más pobres del conurbano. Hace seis años, trabajaba en un corralón de materiales, como sereno, pero un día lo despidieron y poco a poco se fue quedando sin nada.

La volatilidad del trabajo formal es la regla. La caída para quienes quedan afuera del sistema laboral formal es inmediata y es la que explica las trayectorias cuesta abajo en la rodada de los miles de nuevos pobres en el inmenso territorio donde viven 14 millones de personas.

Sin trabajo y sin lugar donde vivir, treinta y pocos años y varios hijos a cuestas, Jorge recaló en un terreno acá en el barrio nuevo.

Cuenta que la idea de dar de comer a otras personas nació naturalmente. Fue en los primeros meses de pandemia, aquel invierno desolador de 2020. Como caminar por la calle estaba restringido, ir hasta el comedor ubicado a diez cuadras de su casa donde retiraba todos los días la comida era muy complicado. Entonces, con su familia decidió invertir esa energía en traer la comida a su casa y, además, ayudar a la gente de su cuadra. Pensó que, si se organizaba con su comadre, que tiene otros ocho hijos, y tenía un poco de suerte, podía lograrlo.

Llegar hasta el Zaizal es complicado. Se venga de donde se venga, hay que atravesar un intrincado laberinto de rutas maltrechas, avenidas ruidosas y calles apenas asfaltadas. La geografía es parecida a la del resto del segundo cordón del conurbano. Las zonas rurales apenas interrumpidas por barrios cerrados proyectados o ya creados; cerca, zonas comerciales con corralones de materiales para abastecer a los countries.

En la entrada del barrio, una carnicería exhibe sus ofertas en un pizarrón: dos kilos de bifes a 1.300 pesos y el kilo de tapa de nalga a 790. Hasta esa carnicería van todos los días las trabajadoras del comedor que funciona en lo de Jorge, mujeres caminando para pedir sobras y cortes baratos, casi de descarte, que sirvan para poner en la olla comunitaria.

Hasta hace poco, dicen las trabajadoras, recibían algo casi siempre. Algún día, menudos de pollo; otro, huesitos de cerdo con carne. Cuando tenían mucha suerte, un poco de puchero. Ya hace meses que la cosa cambió. “Ya no me dan nada… carne ni vemos acá… hace mucho”, dice Jorge en la vereda de su casa, donde recibe a Letra P mientras la última tanda de mujeres termina de comer junto a los chicos.

¿Cuándo se jodió la cosa? “Hace tres meses”, dice Jorge sin dudar un segundo. Entre enero y febrero, en medio de un verano en el que los precios de los alimentos se dispararon como pocas veces antes en la historia del país. Para encontrar algo parecido a este salto del 10 por ciento mensual de los precios hay que ir hasta la hiperinflación de 1989.

“Desde enero, febrero, la situación está muy difícil. Nos falta todo. Antes, recibíamos algo de verdura y carne. Ahora, nada”. Dice que hasta le cuesta conseguir leña con la que calentar la olla. La garrafa es tan inaccesible como la carne, la verdura o los lácteos.

Cada mes, recibe algo de ayuda del Ministerio de Desarrollo Social de Nación y del movimiento Barrios de Pie, con presencia en el barrio. El resto lo consigue con la caridad de los comerciantes del barrio y con la poca plata que logra juntar entre lo suyo y lo de sus vecinos. “Pero ya no nos alcanza para nada. Antes, íbamos con mil pesos a la carnicería y nos traíamos un montón de kilos de alita de pollo, ahora no te llevas nada, te alcanza para dos días”.

Johanna del Valle, que da asistencia al comedor desde la organización Barrios de Pie, habla de los chicos que van a lo de Jorge y se le estruja la voz. “Acá, un nene de diez años no sabe lo que es un yogur. Nunca tomó uno en su vida. Imaginate el resto”.

Los milagros de María

A una hora de El Zaizal, recorriendo el oeste del conurbano en dirección al norte, en el corazón del partido de Morón, María Trejo y sus vecinas preparan la comida que van a servir al día siguiente a las decenas de chicos del barrio que se acercan a buscar tortas fritas o pepas caseras.

El paisaje es distinto, pero las necesidades son parecidas. En esta zona de Morón, primer cordón del conurbano, tienen asfalto hace muchos años, por las avenidas circulan colectivos a toda velocidad, hay negocios abiertos, talleres, fábricas, corralones y casas que compran metales, pero en el barrio San José, en esta zona conocida como Morón Sur, la pandemia dejó un tendal de pobreza.

Desde el merendero que abren todos los martes y jueves, las dos mujeres que cobran planes sociales embolsan algunas golosinas que consiguieron de la donación de un mayorista y meten las manos en los bols de plástico donde está la masa de las galletitas que van a meter después en un hornito eléctrico.

Empezaron en pandemia, con cinco kilos de azúcar y un paquete de diez kilos de harina. “Mi hermano salió con el carrito a buscar donaciones en la calle, en los comercios”, dice María.

Ninguna de las mujeres que están cocinando en el merendero tiene empleo formal y la mayoría, ni siquiera informal. Todas cobran planes sociales y, como contraprestación, trabajan en el comedor.

Desde que murió su mamá, a los 18 años, María trabaja limpiando casas, pero siempre estuvo conectada a las necesidades de un barrio humilde, con zonas mucho más pobres que en la que vive ella, como la villa que se levantó a unas cuadras de la avenida Don Bosco, donde tiene el merendero.

“En la pandemia teníamos miedo y cada vez se sumaba más gente a venir a buscar comida -cuenta-. A nosotros nos preocupaba contagiarnos y que no nos alcanzara para darles a todos. Arrancamos con 20 personas viniendo y enseguida fueron 50, 60. Ahora se sumaron más. Son 80 pibes que vienen a retirar para llevar a sus familias cada martes y jueves, que son los días que damos nosotros”.

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