Nadie podía imaginar hace dos años que las escuelas del mundo podían cerrarse y que todo un complejo sistema de transmisión del conocimiento y la cultura necesitara trasladarse a los dispositivos digitales. De pronto, atrapados por un terror invisible, había que quedarse en casa, caminar con barbijos, tomar distancia de la gente, saludarnos con los codos, limpiar afanosamente enseres y ropa. En ese mundo distópico nadie la pasó bien y muchas personas sufrieron desgracias irreparables. Perdimos trabajos, amistades, familiares, proyectos... el mundo entero se detuvo por meses. Costó volver a empezar, todavía cuesta, y las amplias escuelas se volvieron recuadros pequeños en las pantallas, donde niños y niñas, jóvenes y adultos, tratamos de seguir con nuestros estudios.
Fue difícil, muchas veces imposible, porque Internet se colgaba, porque no alcanzaban las tablets o, simplemente, porque en muchos hogares esos dispositivos no existen. Según los estudios del Ministerio de Educación de la Nación, el 20%, aproximadamente, de los hogares argentinos no contó con la tecnología suficiente para afrontar la pandemia. Según las Naciones Unidas, en el proceso de desescolarización más importante de la historia, cerca de 1.500 millones de niños y jóvenes perdieron presencialidad. Para algunos, esa pérdida fue intermitente; en otros casos, fue más prolongada. En la provincia de Buenos Aires, el ministro Alberto Sileoni estima que falta revincular a cerca de 70.000 alumnos.
¿Podemos decir que la pandemia fue la peor crisis educativa de la historia? Es posible. Para comprobarlo, bastaría con acercarnos el miércoles de la semana próxima a cualquier escuela para ver la alegría de los pibes, la sonrisa de los padres, la expectativa de los docentes. Si bien no será el primer día de clase para todos en todo el país, porque en muchos distritos la presencialidad comenzó allá por octubre del año pasado, se movilizarán alrededor de las escuelas del país cerca de ocho millones de niños y jóvenes, es decir, una cuarta parte de la población. Se va a sentir en las calles, habrá sonrisas, ansiedades, también angustia. Por lo que pasó y nos pasó a todos. Y esta supuesta nueva normalidad no podrá borrarlo.
En el ensayo reciente Lo que estábamos buscando: la Pandemia como criatura mítica, el novelista Alessandro Baricco dice que la pandemia despertó un monstruo mítico, que ese monstruo profundizó lo que estaba en curso pero todavía no se había expresado en toda su forma: una brutal concentración de poder, donde los que más tenían acapararon más y los que menos tenían casi perdieron todo; y que esto fue posible porque el poder se sirvió de dos dispositivos que se combinaron como las caras de una moneda: Internet conectó a todo el mundo a través de los dispositivos digitales (más de dos tercios de la humanidad están hoy conectados a la red) y la pandemia nos aisló. Pero ambos procesos fueron por contagio, de persona a persona, en una red infinita que se replicó -no es una metáfora- como un virus. Y resulta paradójico porque los dos procesos concomitantes de esta última etapa de la modernidad, la globalización digital, nos enfrentan a un mismo peligro: el aislamiento. Las pantallas tienden a deshabitar el mundo, comprimiendo de tal forma la experiencia humana, que esta tiende a desaparecer o volverse, en su vertiginosidad, inaprehensible. Por el otro lado, la primera reacción ante la pandemia fue el encierro. Un mundo en proceso de desocialización, que se deshumaniza.
La escuela es, por esencia, todo lo contrario. Es un espacio fuertemente socializado, comunitario, donde lo que se vuelve clave es la puesta en común. El aprendizaje no es otra cosa que aquello que decía Sócrates en la mayéutica: un diálogo que inicia un razonamiento compartido. La escuela es también, desde la modernidad, la construcción de la ciudadanía, una voluntad creadora de naciones.
El 2 de marzo se izarán banderas, habrá palabras de bienvenida y una cierta inercia pretenderá que volvamos a nuestras rutinas, que acá no pasó nada. No es cierto, lo sabemos. ¿No sería oportuno volver a la escuela para reconstruir aquello que perdimos, no sólo con la pandemia? Lo común, lo compartido, el tiempo con los otros aprendiendo.