Vivir con miedos

El peligro nos acecha cada uno de nuestros días. El temor, respuesta natural a las situaciones de riesgo, genera reacciones racionales y emocionales tendientes a resguardarnos y ponernos a salvo. Sin embargo, en tiempos de ciudades inteligentes, vidas urbanas y enormes brechas distributivas, los peligros reales a los que estamos expuestos dependen, en buena medida, de la posición de cada uno en el mapa geográfico y en la escala social. Y en ese contexto, la interacción con los medios de comunicación se presume performativa, en alguna medida, de nuestras experiencias sociales.

 

Un estudio en curso del Observatorio de Medios de la Universidad Nacional de Cuyo da cuenta de que el 24% de las agendas de cinco de los diez medios digitales más consumidos del país remiten a delitos, situaciones de violencia o amenazas que ponen en riesgo nuestras vidas. Sin embargo, la naturaleza y el tratamiento de cada tópico son diferentes.

 

Si se agrupan los diferentes asuntos presentes en los medios, los delitos con los que habitualmente se define a la “inseguridad”, homicidios, robos, hurtos y narcotráfico, acaparan el 27,6% de la cobertura informativa. En tanto, la suma de corrupción y delitos impositivos trepa al 24,7%. Otros tópicos relevantes son la seguridad vial, muy presente a partir de la presentación de accidentes generalmente fatales; la violencia de género, y una creciente presencia de femicidios que, si bien son cada vez más identificados por los medios como tales, no suelen evitar el clásico tratamiento del policial.

 

 

 

En términos generales, la mayoría de las 3.082 noticias analizadas tienen un rasgo común: una construcción discursiva dicotómica que diferencia a un protagonista de un antagonista, el victimario y la víctima. Sin embargo, su construcción discursiva depende del tema del que se trate. Los victimarios de los delitos asociados a lo que los mismos medios definen como “inseguridad” se construyen repitiendo el estereotipo del delincuente varón, joven y pobre que arremete intempestivamente y por razones individuales contra las clases medias urbanas. En cambio, los delitos de cuello blanco involucran, por lo general, a funcionarios públicos que cometen ilícitos con plena conciencia y, amparados por el poder político, afectan a una víctima genérica o sujeto colectivo.

 

El término más asociado a la palabra corrupción es kirchnerismo, o simplemente “K”, sustantivo que cumple la función de adjetivación de los casos más resonantes, al punto que ambos términos se erigen como un par indisociable. Este tipo de construcción de equivalencias de un tema con un atributo, según el investigador Maxwell McCombs, se muestra potente en términos de transferencia entre medios y audiencias. Es decir, las equivalencias funcionan como una totalidad en la comprensión y recordación de las audiencias en el largo plazo. Partícipes necesarios, los empresarios vinculados a los principales procesos judiciales en curso no son habitualmente sindicados como victimarios, excepto cuando son adjetivados con el mismo término en cuestión. Es decir, cuando el empresario acusado de un delito lleva consigo el atributo “K”, los medios se muestran más propensos a emitir sentencias que con aquellos apellidos de la patria contratista, que, sin ser del riñón del pasado gobierno, han admitido en sede judicial ser partícipes de ilícitos entre 2003 y 2015.

 

Dentro del mismo tópico, desde febrero, la causa que tramita el juez Alejo Ramos Padilla en el juzgado de Dolores fue adquiriendo visibilidad mediática. Invisibilizada en sus comienzos y encuadrada como operación política luego, ha ganado un lugar importante del hueco informativo, aunque con un tratamiento disímil según la línea editorial del medio en cuestión.

 

La evolución de los tópicos en las agendas no es homogénea y está generalmente asociada al dramatismo y espectacularidad de los hechos acontecidos. Mientras que el mes de marzo acaparó el pico del tópico Corrupción, asociado a acusaciones cruzadas por el caso D´Alessio y avances significativos de la “causa de los cuadernos”, enero y mayo marcaron los picos de tratamiento de homicidios a partir de dos casos conmocionantes: el asesinato de dos turistas israelíes en Mendoza por parte del hijo de una de ellas, y, más cercano en el tiempo, el acribillamiento del funcionario Miguel Yadón y del diputado de la UCR Héctor Olivares frente al Congreso. La cobertura de femicidios fue muy importante durante enero y febrero producto de una seguidilla de hechos en Santa Fe, La Plata, Bariloche, Carlos Paz, Entre Ríos y Mendoza. Durante mayo, la agenda evidenció la relevancia de la violencia institucional, producto de la persecución policial a los jóvenes que terminaron protagonizando un accidente fatal en San Miguel del Monte; mientras que la negligencia estatal dominó una semana de la agenda mediática de junio, luego del inédito apagón que dejó a oscuras a todo el país. En el aumento de la relevancia de cada tópico un mecanismo se muestra común a todos. El acontecimiento de un caso conmocionante, sea del tema que fuere, funciona como un evento clave que modifica las rutinas de los periodistas, generando mayor cobertura sobre otros casos similares que se presentan en forma de olas, aunque no guarden relación entre sí.

 

 

 

Así, la imagen que nos devuelven los medios de nuestro ambiente está necesariamente distorsionada, producto del recorte y la edición mediática. Muestra de ello es, por ejemplo, la sobrerrepresentación de noticias de homicidios, hechos que en nuestro país obtienen una taza de 5,1 cada 100.000 habitantes y, sin embargo, adquieren en las noticias más relevancia que los robos, que victimizan según el INDEC al 27,5% de los hogares. 

 

En todos los casos, tres características del tratamiento informativo aparecen como recurrentes, más allá del tópico del que se trate. En primer lugar, como sostiene la investigadora Stella Martini, la espectacularidad domina las agendas digitales. Los hechos dramáticos, ya sea por el morbo que transmiten o por la importancia de los actores que involucran, adquieren inmediata trascendencia en las agendas. En segundo lugar, la descontextualización es una falencia habitual. Si los medios tradicionales ya se mostraban impotentes para contextualizar una historia, la inmediatez de las plataformas digitales no ha hecho más que esmerilar contextos y explicaciones profundas. Con menos tiempo de producción y condicionados por nuevos modos de consumo incidental, la posibilidad de desarrollo de extensas líneas argumentales tiene una limitación cada vez más clara: hay que captar a un lector furtivo que permanece poco tiempo en contacto con la noticia. Finalmente, la presunción de inocencia en el tratamiento informativo está en desuso. En la generalidad de los casos y sólo a partir de testimonios de fuentes policiales, judiciales y de la voz de las propias víctimas y sus entornos, cada vez más frecuentes en la dramatización mediática, la construcción de la trama sugiere una sentencia. Así, aún antes del juicio, los medios distribuyen responsabilidades en una relato que no suele evidenciar como sustento más que elucubraciones y trascendidos. 

 

Estamos en peligro, o al menos, así los medios nos lo hacen sentir. Cada día nos enfentamos a situaciones que nos atemorizan y que nos ponen en la necesidad de informarnos para disminuir racionalmente nuestros niveles de exposición. Sin embargo, la aleatoriedad con la que son presentados los sucesos delicitvos, su descontextualización, sus consecuencias fatales y la carencia de soluciones a la vista promueven un sentimento de vulnerabilidad que no hace más que dejarnos inertes, a la espera del próximo caso frente a nuestras múltiples pantallas.

 

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