La ley sancionada en la provincia de Buenos Aires para terminar con las reelecciones indefinidas de los intendentes, los legisladores y los concejales comenzó en las elecciones generales del 2015, cuando muchos históricos intendentes bonaerenses debieron jubilarse después de perder sus distritos. Por eso, más de uno la llama la ley antibaronazgo. Prefiero llamarla la ley del cambio. Cambiar para mejorar. Mejorar para que los gobiernos locales sean fuertes y primen ideas nuevas en los recintos legislativos y los concejos locales.
La alternancia en el poder es sana, oxigena y es condición necesaria de un sistema republicano y democrático, mientras que la reelección indefinida tienen un atisbo monárquico y la perpetuación del conductor diluye las metas y los objetivos fijados en un período de gobierno, porque, cuando se le dice al vecino en campaña que se le repavimentará su calle, se le hará esa cloaca que tanto espera o se mejorará el servicio de recolección de residuos, también se le debe poner fecha de caducidad a las promesas. No más frases sueltas al aire, ilusiones rotas y circo para la tribuna. Tenemos que, de una vez por todas, consolidar el cambio que propusimos desde el 10 de diciembre de 2015. Lo que se promete se cumple en tiempo y forma; si queremos continuar con un proyecto político, tenemos que formar equipos técnicos y líderes políticos con capacidad de suceder a los actuales mandatarios. Reelegir debe ser reelegir una idea, no una figura.
Un estudio del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec) da cuenta de que, de 1983 a la fecha, el 79% de los intendentes que buscó ser reelecto lo logró. La mayoría de los municipios cuentan con menos de tres alternancias en sus ejecutivos. ¿Alguien puede seriamente argumentar que la permanencia en un cargo haya servido para fortalecer las instituciones o plasmar en el tiempo acciones gubernamentales eficaces? ¿O son acaso los municipios que tienen hace más de 20 años el mismo intendente la panacea de la gestión local? Claro que no. Es hora de dar lugar y de entusiasmar a las nuevas generaciones a que se involucren y para eso, necesitamos darles herramientas. Poner límites es una de ellas. Una no menor.
Como candidato a intendente del municipio de Hurlingham, viví en primera persona ese proceso: enfrentar a un barón, desafiar estructuras viciadas por años de personalismos en el poder, pelear contra el comúnmente llamado "aparato político" y el clientelismo, encontrar instituciones débiles y poco representativas, sentir la coerción implícita y explícita de disputarle no la intendencia, sino el trono a quien después de tantos años se siente más un rey que el representante electo por todos los vecinos.
Vivo este avance político-cultural con la alegría de saber que nuestra provincia está más cerca que hace un año de tener las instituciones fuertes y modernas que su gente necesita y que, gracias a esta ley, las próximas generaciones no tendrán que volver a enfrentar a una casta de intocables.
Después de 25 años de sintonía entre el Poder Ejecutivo y provincial, finalmente nos encontramos con una gobernadora que, en 8 meses de gestión, no escapó a los temas que marcan un cambio de fondo. Enfrentó a las mafias, reclamó la coparticipación y puso freno a la reelección indefinida para recuperar una nueva forma de hacer política, que no sólo busca respuesta inmediatas ante la necesidad, sino que quiere modificar las estructuras del Estado en pos de generar los cimientos de un país mejor.
Tenemos futuro si no repetimos eternamente el pasado.