En una reciente nota del diario La Nación, Carlos Pagni plantea que detrás del casi medio millón de votos de diferencia entre Macri y Vidal y de los 330 mil votos entre Scioli y Aníbal Fernández, había implícita en la elección pasada una demanda de “regeneración institucional”.
Una aspiración que, por cierto, no podía ser satisfecha por la fuerza política gobernante en aquel momento aunque se presentara bajo el slogan de la “continuidad con cambios”.
Por el contrario, cuando el péndulo se inclina del lado del cambio, lo previsible es que éste sea representado por la fuerza política más nueva por un principio que Heráclito definió hace 2500 años: “no podemos bañarnos dos veces en el mismo río”.
Dicho en criollo, el cambio nunca puede encarnarlo una dirigencia política que es figurita repetida. En paralelo a las nuevas demandas, la sociedad está dispuesta a darle un changüí a figuras nuevas, aún al costo de exponerse a la improvisación. “Mejor bueno por conocer que malo conocido” es el mantra político en un escenario renovador.
Lo curioso de la elección del año pasado es que Scioli en realidad era un emergente de la primera ola de renovación desde fuera de la política liderada por Menem a mediados de la década del ’90 y cuyas figuras más emblemáticas, además de Scioli, fueron el malogrado Palito Ortega y Lole Reutemann, eterno presidenciable en las sombras.
Si bien ninguno de ellos llegó a coronar al máximo nivel, todos al menos fueron gobernadores de tres provincias importantes y uno de ellos –Scioli- estuvo a tres puntos de ser presidente, además de ser vicepresidente en una oportunidad.
Por otra parte, su contrincante en el ballotage del año pasado, el hoy presidente Macri, es junto al también malogrado -y autodestructivo- Francisco de Narváez, el gran emergente de una segunda ola de renovación dirigencial externa a la política tradicional nacida tras la megaexplosión de 2001, aunque también forjada en las revistas del corazón -y en las futboleras- al igual que ocurrió con los dirigentes de la primera ola transformadora.
Ya con Macri a la cabeza, en 2011 se incorpora una nueva celebrity a esa clase dirigente en ascenso, el humorista Miguel del Sel, ex Midachi –y ex Rompeportones- que, siguiendo los pasos de Lole Reutemann, compitió dos veces por la gobernación de Santa Fe, la última en 2015 cuando arañó el triunfo por un margen exiguo de 1500 votos.
De la mano del neurólogo Facundo Manes, hoy asoma una tercera ola de renovación dirigencial por fuera de la política que, más allá del fronting de las charlas científicas y de la “coordinación de un equipo para estimular el capital mental de los niños en la provincia de Buenos Aires”, seguramente tendrá su bautismo de fuego en las próximas elecciones de medio término de la provincia de Buenos Aires.
El fenómeno Manes tiene puntos en común con los referentes de las olas anteriores, su alto punch mediático y su potencial para las revistas del corazón y diferentes talk shows, pero con un contenido y estilo que atrae la atención de una gran y diversa audiencia física –12 mil personas en San Juan por ejemplo- que no podría aglutinar casi ningún dirigente político en Argentina, salvo que tuviese detrás un gran aparato de movilización como el que disponía el gobierno anterior o alguna poderosa organización sindical como camioneros.
La profundidad que alcanzará esta nueva ola de renovación dirigencial dependerá de muchos factores, especialmente el nivel de desgaste de la clase política tradicional en un escenario marcado por el estancamiento económico y las denuncias de corrupción cruzadas que serán moneda corriente rumbo a la elección de medio término de 2017.
Sin embargo, la tendencia sugiere que hay un proceso de celebritización de la política argentina a largo plazo donde el carismático neurólogo Manes es apenas el comienzo de una nueva oleada que sucederá a la que acaba de terminar con la competencia presidencial entre dos candidatos sin ningún historial de militancia política partidaria, no egresados del sistema de educación público más un rodaje envidiable en sets de TV y en las dos grandes sagradas escrituras argentinas, Gente y Caras.