La glaciación telefónica

La decisión de la firma española de poner en venta o buscar socios en América Latina expone la crisis de un modelo de políticas de conectividad en comunicaciones que está agotado.

Si el futuro de las actividades sociales será todavía más dependiente de la conectividad fija y móvil, si la producción y el trabajo, la educación, la información, el entretenimiento y la administración de la vida cotidiana serán cada vez más determinados por la infraestructura y operación de redes de comunicaciones en sus nuevas generaciones cada vez más ubicuas, como el 5G, entonces la conmoción que sacude a Telefónica (y que sacudió el sector en buena parte de América Latina) merece atenderse como un síntoma y no como un mero accidente corporativo. No va más: la forma de hacer telecomunicaciones de ayer no satisface el presente y está a años luz de las necesidades futuras.

 

El resultado de delegar la construcción de infraestructuras de comunicaciones en el mercado, que fue la política que se impuso en casi todo el mundo a partir de la década del ochenta, ya era muy discutible cuando los operadores privados –en virtual régimen de monopolio- desempeñaban el doble rol de transportadores y prestadores de servicios, pero abastecían las necesidades de una parte de la sociedad y de sus accionistas corporativos. Así, las infraestructuras modernas se centraron en un segmento urbano de ingresos medios y altos, para el cual se multiplicó ineficientemente el tendido de redes, mientras que la mayoría quedó, por motivos socioeconómicos o geográficos, huérfano de servicios de calidad.

 

El hecho de que uno de los ejes de la campaña electoral en el Reino Unido sea la brecha de acceso a la banda ancha, donde sólo el 10% de los hogares cuenta con conexiones de alta velocidad, confirma el agotamiento de un modelo de gestión de las telecomunicaciones con el que ni los operadores ni los usuarios finales están conformes. Si la política pública no resulta interpelada por los signos críticos del sector de las telecomunicaciones, la sociedad de la información exhibirá aún más fisuras.

 

En el Reino Unido, el problema inspiró al opositor Partido Laborista a proponer la universalización de los accesos a la banda ancha a través de fibra óptica, para lo cual pretenden renacionalizar Openreach, la división tecnológica de British Telecom (privatizada a partir de 1984 por Margaret Thatcher). En América Latina el desafío es mucho mayor ya que, según la CEPAL el 76,8% de la población pertenece a estratos de ingresos bajos o medios-bajos, con acceso degradado a recursos básicos como son, hoy, los servicios y dispositivos de comunicaciones. La fractura socioeconómica se corresponde con las brechas informacionales.

 

 

 

Cuando uno de los pocos conglomerados de comunicaciones de dimensión regional como Telefónica (los otros son América Móvil/Claro, de Carlos Slim; y DirecTV, de AT&T) anuncia que se desentiende a futuro del compromiso de ampliar servicios y cobertura, surge el interrogante acerca de qué actores, de qué procedencia y con qué lógica llenarán el vacío que dejará la operadora española.

 

En efecto, la semana pasada el presidente ejecutivo de Telefónica, José María Álvarez-Pallete, notificó que la compañía concentrará sus actividades en España, Alemania, Gran Bretaña y Brasil. Los otros ocho países latinoamericanos en donde opera son agrupados en una división ("Hispanoamérica") que, en las tres últimas décadas, pasó de ser uno de los motores más rentables de Telefónica a un patrimonio de escaso atractivo que venderá si aparece una buena oferta o compartirá, si se acerca algún socio inversor o un aliado operativo.

 

Las opciones que mencionan fuentes de la propia compañía son varias: desde la venta de Telefónica Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú, Uruguay y Venezuela como paquete, cuya escala regional sólo podrían afrontar pocos interesados del sector o de otras actividades, hasta la asociación puntual en operaciones de conectividad en un país que reduzcan el protagonismo de Telefónica y le permitan compartir costos (y beneficios). Entre una opción de máxima y la otra, minimalista, todo es conversable y las especulaciones viajan desde China a Estados Unidos y México. La geopolítica puede meter la cola en un sector estratégico no sólo por su volumen económico, sino también porque transporta los datos y las comunicaciones que constituyen el nervio de la economía contemporánea.

 

Si Telefónica vendiera al precio que pretende las ocho filiales latinoamericanas, reduciría entre un 40% un 60% su voluminosa deuda global neta de 57.000 millones de dólares, además de que podría ensayar una expansión más firme en Brasil (el único mercado de la región que le interesa, en buena medida por su escala semi-continental). La posición expresada por su presidente ejecutivo es lógica para una compañía endeudada que opera en un sector que, en la última década, pasó de ser relativamente estable y previsible (el contrato que firmó el Estado argentino con Telefónica y Telecom en la privatización de ENTel fue por 99 años), con importantes márgenes de beneficios tanto en la capa de servicios como en la de infraestructuras, a ser afectado por una metamorfosis que impactó en la aparición de competidores digitales más eficientes en los servicios y en la reducción del retorno y de la rentabilidad en el despliegue y mantenimiento de infraestructuras (por eso la insistencia de los operadores en recibir parte del Fondo de Servicio Universal, tema que estará en la agenda del próximo gobierno).

 

Los viejos dinosaurios amenazados por la glaciación digital no son tanto las compañías de telecomunicaciones, cuyas prestaciones son cuestionadas en todo el mundo, porque éstas al fin y al cabo tienen la oportunidad de adaptarse a la nueva ecología para sobrevivir, como procura hacer Telefónica. Lo que subyace a su crisis corporativa es, en realidad, más trascendente: el quiebre de un modelo de gestión de mercado de la conectividad (fija inicialmente, móvil más recientemente) que, tras varias décadas de reinado, hoy expone el fracaso elocuente en forma de exclusión de la mayoría de las personas por razones socioeconómicas y geográficas.

 

Con escasa intervención pública, que en la mayoría de los países latinoamericanos fue de carácter subsidiario (con pocas excepciones, como Uruguay y su compañía estatal de telecomunicaciones ANTEL, que cuenta con los mejores indicadores de inclusión digital y acceso a conectividad), ese modelo sólo se ocupó de proveer buenos servicios e infraestructuras a los sectores de mayores ingresos en las aglomeraciones urbanas más grandes, o sea donde la ecuación económica es jugosa. La movida de Telefónica indica que ya ni siquiera ese segmento, en buena parte de América Latina, abastece sus expectativas de beneficios, que tiene nuevos competidores digitales que usan sus redes para ofrecer servicios globales (como WhatsApp, de Facebook) y que, en mercados potentes como España o el Reino Unido, necesita ser reformulado por ejemplo con estrategias de compartición de infraestructuras y redes.

 

El modelo de la política de telecomunicaciones está agotado. En países como la Argentina, que cuenta con la estatal ArSat, cuyo desempeño moderó hobbesianamente abusos en el mercado mayorista de internet desde 2009 hasta hoy, la oportunidad de trazar nuevas reglas de juego para garantizar servicios fijos y móviles con cobertura amplia, acceso equitativo y calidad de servicios, cuenta con facilitadores de tipo institucional. Pero esa oportunidad no se realizará por generación espontánea. En la glaciación hay que pertrecharse mejor que en el pasado porque lo que está en juego es la forma de vida futura.

 

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