En 1884 se repetía en cada esquina la máxima “ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa”. En virtud de la misma, los trabajadores exigían una jornada laboral de ocho horas. Por increíble que resulte hoy en día, en aquel momento las jornadas laborales eran, en su mayoría, de 14 a 18 horas.
Solamente existía una ley que obligaba al patrón a pagar una multa de 25 dólares si obligaba a un empleado a trabajar durante más tiempo.
Desde el ascenso social del proletariado durante la Revolución Industrial, muchas cosas habían cambiado en las condiciones laborales de los obreros, pero las jornadas continuaban siendo un escollo duro de sortear.
En octubre de 1884 se resuelve que, a partir del 1 de mayo de 1886, la duración legal de la jornada de trabajo sería de ocho horas, yéndose a huelga si no se cumplía con esta decisión. Los beneficios de esta ley eran humanitarios, claro está, pero también económicos y ocupacionales. A jornadas más breves, mayores puestos de trabajo y mejores oportunidades de escalar en la sociedad. Por ello, las uniones sindicales a lo largo y ancho de los Estados Unidos comenzaron a adoptar estas medidas.
En 1868 se había promulgado la ley Ingersoll durante la presidencia de Andrew Johnson, que establecía la jornada de ocho horas. El inconveniente con esta ley, adoptada en la mayoría de los estados del país, radicaba en que permitía la imposición de cláusulas que aumentaban las jornadas a 18 horas en caso de ser necesario. Y como dijo un historiador de la época, “siempre era necesario”. Aquellos que se movilizaron por esta violación a sus derechos fueron calificados por la prensa de la época como “lunáticos poco patriotas”.
El 1 de mayo de 1886 el reguero llega a la inflamable Chicago, una ciudad donde las condiciones laborales apenas superaban lo primitivo y prehistórico. Las movilizaciones fueron ganando adeptos y continuaron durante los días 2 y 3. Todos los obreros de la ciudad se encontraban presentes, salvo un pequeño puñado de rompehuelgas que mantuvieron en marcha a la fábrica de maquinaria agrícola McCormik.
En el último día de las movilizaciones, los manifestantes se encontraron con los rompehuelgas en la puerta de la fábrica. Comenzó una batalla campal que fue duramente reprimida por la policía, que disparó sobre la multitud asesinando a seis personas.
Aquella misma tarde, el redactor Arbeiter Zeitung Fischer redactó una proclama convocando a un acto de protesta para el día siguiente en la plaza Haymarket (esta proclama se utilizó en su contra durante el juicio que lo llevaría a la horca).
El 4 de mayo la multitud en la plaza superaba las 20.000 personas. La policía inició movimientos de represión y en ese momento estalló un artefacto que produjo la muerte de un policía. Las fuerzas uniformadas, como respuesta, abrieron fuego contra la multitud, asesinando un número aún desconocido de obreros. Se declaró un estado de sitio y se inició una cruenta ola de detenciones que incluían torturas a los detenidos.
Con treinta y uno de los detenidos se inició un juicio al que llegarían a ver el final ocho acusados. Durante el proceso se violaron todo tipo de normas procesales. De los acusados, cinco fueron condenados a muerte en la horca y tres a prisión.
Las últimas palabras de Spies, sin embargo, no cayeron en saco roto. La gran mayoría de los sectores patronales accedió a la jornada de ocho horas, beneficiando a cientos de miles de obreros y marcando para siempre la historia del movimiento.
Paradójicamente, en Estados Unidos no se celebra el primero de mayo, sino que se festeja el desfile del Labor Day en septiembre, por miedo a que los festejos de mayo eleven los sentimientos socialistas de la población.
(*) Santiago Albizzatti es licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales, posgrado en Políticas Públicas, representante de “Usinas Pampa Sur La Plata”, Centro de Estudios Multidisciplinarios (CEM) “5 de Noviembre”.