Hace siete años, miles de mujeres se movilizaban bajo la consigna “Ni Una Menos” con una demanda tan evidente y terrible como básica: basta de femicidios. Se reclamaba entonces que dejaran de asesinar mujeres por su condición de género. Ese 3 de junio de 2015, frente al Congreso de la Nación, se leyó un documento que plasmó distintos reclamos: desde la necesidad de contar con estadísticas oficiales sobre femicidios y la capacitación en perspectiva de género para personal del Estado hasta la profundización y transversalización de la educación sexual integral en todos los niveles educativos. Muchas de esas demandas se cumplieron y amplificaron. De hecho, en lo que fue la primera reacción oficial proactiva, pocos meses después de la movilización, la entonces jueza de la Corte Suprema Elena Highton anunció la creación del Registro de Femicidios que hace días publicó su sexto informe. Después vinieron la Ley Micaela, la paridad, normas de ampliación de derechos para las personas lgbtq+, y la anhelada interrupción voluntaria del embarazo, entre muchas otras iniciativas.
Con Ni Una Menos llegó también un profundo cambio de sentido social y la irrupción de los feminismos –de larga trayectoria en la Argentina– en la escena pública, con mayor poder de convocatoria en las calles que muchos otros movimientos sociales. El Estado y las organizaciones de la sociedad civil debieron ponerse a trabajar para atender la problemática de la violencia machista. Así comenzaron a proliferar áreas de género que daban cuenta de la importancia con la que permeaba el tema en prácticamente todos los ámbitos.
Siete años después, todas las provincias cuentan con un área de mujer o de género, desde direcciones hasta ministerios, y la administración de Alberto Fernández creó el ministerio en el gobierno nacional. Clubes de fútbol, sindicatos, empresas grandes y pequeñas, medios de comunicación y organizaciones de todo tipo cuentan con departamentos destinados a los temas relacionados con mujer y diversidad. La mayoría de estos espacios tienen como objetivo, justamente, que su puesta en práctica sea transversal, que las políticas de género salgan de ese lugar específico y se derramen en el resto de las áreas. Sin embargo, no siempre funcionan así. Cuando no está claro –porque no se entiende o porque no hay voluntad de entender– que la desigualdad es un problema estructural y que la mera existencia de una oficina no resuelve el asunto, el “género” se transforma en un engranaje más de la burocracia en la que muchas veces la mujer que está al frente se esfuerza en vano por atender emergencias y tapar el sol con la mano.
Temas como la brecha salarial (hoy en un 27%), la precarización, el impacto desigual de la pobreza en los hogares monomarentales o la falta de reconocimiento del trabajo de cuidado no remunerado quedan reducidos a una oficina a la que, además, los feminismos le reclama soluciones y los sectores más conservadores exigen su disolución. De paso, limitan a las feministas a ocupar roles exclusivamente vinculados con las políticas específicas más allá de sus especialidades o profesiones, convirtiendo las áreas de género en una suerte de “cocinas” más acordes a los tiempos donde, en lugar de lavar los platos, se las mantiene “entretenidas” y sin incidencia real.
Según el último censo nacional, las mujeres son el 52,83% de la población. Su representación en los espacios de decisión, sin embargo, dista mucho de alcanzar siquiera la paridad. Los espacios de Mujer, Igualdad, Diversidad son valiosos si logran transversalizar sus políticas, si no son víctimas del pink washing, si no operan como excusa para que se puedan seguir violando los derechos de las mujeres, si no se las utiliza para poner una simple “pátina” violeta.
Con todo, los feminismos no se quedan ahí. Hay numerosos ejemplos de mujeres feministas ejerciendo altos cargos con mejores resultados que los varones. A siete años del primer Ni Una Menos, la demanda es, de nuevo, basta de femicidios y es, de nuevo, a todos los poderes públicos. Porque para terminar con la violencia machista es necesario que proliferen áreas de género en todos lados, pero también que sus integrantes sean escuchadas y que participen en las decisiones. Hasta que las áreas de género ya no sean necesarias.