Sorpresa por la capacidad oratoria de diputadas y diputados; quiebre de lealtades dentro de los bloques partidarios; intriga por el dramático desenlace y la media sanción de la Cámara Baja; protagonismos inesperados; épica. El debate en Diputados por la legalización del aborto fue acompañado con enorme interés por la sociedad y traspasó los contornos habituales del microclima político, que en la Argentina no suele ser tan micro. Pero en este caso, el diálogo entre la agenda política y la de una sociedad que la precedió, con la movilización de mujeres en todo el país y con la irrupción en el espacio público de una ola verde mayormente adolescente y juvenil, multiplicó la atención social a la agenda y a la técnica parlamentaria. En palabras de María Esperanza Casullo y Andrés Malamud, se dio un círculo virtuoso entre la calle y el palacio legislativo.
Una vez terminada la votación de Diputados en la mañana del jueves pasado, fue tiempo de análisis y repercusiones. Entre ellos, sobresalieron comentarios en medios de comunicación y en redes sociales digitales acerca de la calidad de la intervención de las y los representantes. Discutir sobre la competencia (e incompetencia) de la representación popular es fundamental, dado que en ello se juega la esencia misma de la democracia y sus posibilidades de revitalización. Pero la insistencia en criticar a legisladoras/es por ser desconocida/os para el gran público (especialmente a aquellas/os con quienes se desacuerda) y la suposición de que si hubiesen contado con mayor conocimiento, no hubieran sido elegidas/os, o de que su elección se debe a que fueron nombres escondidos debajo de alguna figura con legitimidad dado que la tecnología de la “lista sábana” así lo permite, reprodujo en los últimos días un consenso que peca simultáneamente de tres reduccionismos: es mediocentrista, es porteñocéntrico (unitario) y es idealista, en el sentido de iluso.
Es una simplificación mediocentrista porque elude la cuestión central de que para que un/a diputado/a sea una figura masivamente conocida en todo el país (y no sólo por el electorado de su provincia, puesto que en la Argentina los legisladores no se eligen por distrito único), debe aparecer en los grandes medios (hay casos excepcionales de construcción de imagen pública reconocida por afuera del sistema de medios, pero son raros). Es decir que se naturaliza como valor el hecho de que un/a legislador/a sea conocido/a a nivel nacional, cuando lo que premia el sistema electoral para definir quiénes acceden al Congreso es la legitimidad territorial.
También se omite el hecho de que los medios de comunicación, lejos de asignar una cobertura equilibrada a todos los sectores políticos, operan con dos filtros manifiestos y evidentes (esto vale asimismo para medios y plataformas de redes sociales en Internet): en primer lugar, sobrerrepresentan a los políticos afines a su línea editorial y a sus intereses corporativos, a la vez que a sus adversarios directos. Esta/os acaparan el protagonismo en detrimento de la subrepresentación mediática de otras formaciones o líderes cuyo trabajo más silencioso o menos espectacularizable es, de este modo, opacado; y en segundo lugar, dentro de esa sobrerrepresentación, los medios destacan atributos favorables a los actores políticos y sociales afines, a la vez que enlodan con críticas a sus antagonistas en la esfera pública (presentados como malvados/as antihéroes/antiheroínas).
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Es una simplificación porteñocéntrica, o unitaria, porque supone que en el resto del país la ciudadanía ignora el nombre de sus representantes en el Congreso. Pero en distritos menos poblados que Buenos Aires (ciudad y provincia), la cantidad de diputados es menor y, en consecuencia, en las elecciones suele haber conocimiento público de las y los principales candidatas/os. Como advierte Eugenia Mitchelstein, las provincias de Santiago del Estero y Corrientes, por ejemplo, tienen siete diputados cada una y eligen entre tres y cuatro representantes por elección. Según los resultados de la votación, son dos o tres listas las que colocan efectivamente a sus candidatas/os en el Congreso, por lo que suelen ser las cabezas de lista y sus acompañantes, que son los más publicitados durante la campaña electoral y, consecuentemente, suelen ser bien conocidos por la población de su distrito.
Así, en Salta el diputado conservador Alfredo Olmedo es una de las caras más famosas de la política, encabezó la lista de “Salta Somos Todos” y fue incluso reelecto con una considerable cosecha de sufragios. Por lo tanto, Olmedo no es fruto de un accidente de coyuntura o del desconocimiento público al acompañar con perfil bajo a una figura más destacada (lo que simplificaría el análisis de por qué es diputado nacional), sino que, por el contrario, es un político bien conocido por las/os salteñas/os. Otro tanto ocurre con el justicialista sanjuanino Walberto Allende, quien antes de ser diputado nacional fue intendente de 9 de Julio y encabezó la lista del “Frente Todos” para la Cámara Baja. O con Elisa Carrió, quien decidió su voto negativo a la despenalización del aborto sin escuchar los argumentos de más de 700 participantes de las audiencias realizadas en el plenario de comisiones, amenazó a sus compañeras/os de bancada, y sólo presenció unos minutos de la histórica sesión, eludiendo una obligación elemental del debate republicano en un tema cuya trascendencia es imposible exagerar. Pues bien, Carrió arrasó en la última elección porteña superando el 50% de los votos y pasa más tiempo en los estudios de televisión que en el Congreso: desconocida, ciertamente, no es.
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Es una simplificación doblemente idealista, en el sentido de ilusa. Primero, porque pretende que el proceso de elección de legisladoras/es se basa en una evaluación racional y meditada de propuestas programáticas acerca de los grandes temas nacionales y locales; segundo, porque plantea que esas propuestas programáticas –en el supuesto de existir- constituyen un mandato obligatorio para las y los representantes. Es sabido que las cosas no funcionan así.
Además de la evidencia empírica, que relaciona la razón y la emoción en dosis variables a la hora de analizar el comportamiento del electorado, hay bibliotecas enteras que demuestran que las acciones humanas nunca son puramente (ni, en la mayoría de los casos, principalmente) racionales. Ojalá que debates trascendentes como el de la despenalización del aborto fueran una bisagra que determine el sentido del voto a futuro, pero en la historia muchos otros avances fundamentales en el reconocimiento de derechos no inhibieron las simpatías hacia políticas y políticos que renegaron de los mismos. Muestra cabal de ello fue la elección popular como gobernador de Tucumán de Antonio Domingo Bussi en 1995, quien ya había dirigido la provincia en la última dictadura (en el bienio 1976-1978) como máximo responsable de secuestros, asesinatos y malversación de fondos públicos (algunos de estos crímenes fueron cometidos incluso antes del Golpe de Estado de 1976, como comandante del Operativo Independencia).
Hay buenos argumentos para discutir la pertinencia de las listas sábana (como los hay también para la técnica uninominal que se propone como relevo). Pero los problemas de argumentación de algunas/os legisladora/es no se resuelven con la eliminación de las listas sábana ni se deben al presunto desconocimiento del pueblo sobre sus representantes. Las razones son otras. Probablemente haya que superar la simplificación para hallarlas y para resolverlas. La democracia, agradecida.