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"Esta noche voy a soñar que mi mamá me abraza”, escribe Marta Dillon. Y me hundo en los recuerdos que no tengo, que me invento porque en algún lugar de mi cuerpo están las horas juntos, los ecos de sus voces, la huella de esas miradas.
Dos por uno resonó la noticia el miércoles 3 de mayo como un estampido. El lenguaje judicial, siempre críptico, no dejaba interpretar con claridad lo que se intuía como un indulto. No podía ser cierto que Elena Highton de Nolasco, Horacio Rosatti y Carlos Rozenkrantz beneficiaran al genocida Luis Muiña con el 2x1 como si no se tratara de crímenes de lesa humanidad. Como si no fuera que los desaparecidos son un suspenso entre la vida y la muerte. Como si las hermanas y los hermanos que buscamos no nos faltaran cada segundo.
Un desaparecido no es una incógnita. Es una ausencia que hay que ir amansando para poder vivir, amar, tener hijos, festejar cumpleaños y nochebuenas. Es una pregunta que a veces irrumpe aguijoneando la realidad. Un mundo que no fue.
Las horas fueron confirmando que sí, que la Corte Suprema había decidido exhumar una ley derogada para indultar a los genocidas. Que otra vez la injusticia.
No tengo los restos de Matilde ni de Gustavo. Así les digo a veces, no me sale mucho mamá y papá. Una se acostumbra a ser huérfana. Tampoco tengo justicia. Elena y Tomi – sus nombres montoneros - estuvieron secuestrados en la ESMA. Y la megacausa a cargo de Daniel Obligado, Adriana Pallioti y Leopoldo Bruglia naufraga en interminables dilaciones.
Mientras tanto la sorpresa, el repudio y la organización. Marchemos, cuándo, a dónde. El 10 de mayo a los Tribunales. A la Plaza. Y así en Córdoba, Rosario, Bahía Blanca, Jujuy, México, París, Barcelona, Madrid, Israel.
En los '90 todo era impunidad. Eran años oscuros, densos, andábamos por los veinte las hijas y los hijos y hacíamos escraches porque justicia no había. Éramos pocos y de un extraño modo éramos felices. La calle era una celebración, una certeza de lo posible, un encuentro. Nos teníamos a nosotros.
El viento sur nos trajo la sorpresa de un Presidente bajando represores del pedestal. Y una voz que desde el Estado por primera vez en nuestras vidas, ya por entonces de 30 años, nos pedía perdón. Alguien nos pedía perdón. Las rabias, recién entonces, pudieron ser llanto.
Un nuevo tiempo comenzaba. La escena tantas veces imaginada del juicio, con el banquillo de los acusados y nosotros testimoniando empezó a hacerse realidad. ¿Cómo se prepara una declaración? Los datos, no olvidarse de nada, releer las denuncias, hablar con los compañeros, repreguntar a los familiares. Recordar lo que me contaron Nona y Aba que no llegaron a ese día.
El daño es irreparable. La desaparición forzada de personas no tiene atenuantes ni vuelta atrás. Sin embargo es tanto lo que puede la Justicia. Puede poner palabras, dar un contexto, explicarles a los hijos, responder preguntas que durante años estuvieron sin respuesta.
Todo eso pasaba ayer en la Plaza. Cada paso de ese camino está en juego cuando quieren que vuelva la impunidad. Otra vez hay que explicar que Tili no era un demonio, que quería que hubiese un jardín para los pibes de los laburantes del Astillero Río Santiago. Que Gustavo pintaba y no se bancaba la injusticia. Que Clara Anahí era una beba de meses.
La maldición de los genocidas es que los desaparecidos vuelven multiplicados por miles. Y aquello que no tenía que saberse, que debía aterrorizar, que iba a silenciar a generaciones se transforma en un mar de pañuelos blancos que estallan en las plazas y que las chicas y los chicos aprenden junto con la bandera.
Los derechos humanos son un punto de partida, un nunca menos, un piso firme. Que el millón que estuvimos en todo el país no piensa resignar. Las Cortes a veces quedan muy lejos de las calles.
Ayer vencimos otra vez.
Y que lo sepan todos: las Madres de Plaza de Mayo y las Abuelas son nuestro San Martín.