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Medios y poder

¿Quién cree y quién crea las fake news?

Hasta la pandemia cayó en la polarización ideológica y la desinformación malintencionada. Las redes como vector de propagación y el fact checking como remedio.

La verdadera historia de las noticias falsas, columna escrita hace algunos años por el historiador Robert Darnton, no pierde vigencia. Allí documenta cómo las mentiras y los bulos llenaban los pasquines en Europa siglos antes de la explosión de las redes sociales. Es cierto: las falsedades, tergiversaciones y descontextualizaciones existen desde que la noticia es noticia. Como objeto de interés es, incluso, más antiguo que la profesionalización del periodismo y su propósito deontológico de acercarse a verdades consensuadas ampliamente desde una voz autorizada.

Hoy, con la virtualización de los consumos y las relaciones sociales, no hay una idea concluyente que explique las motivaciones para difundir información falsa sobre la pandemia. En gran medida, porque una parte de ella no es intencional ni busca producir daño. Por el contrario, surge de presunciones y prejuicios desde los cuales intentamos comprender esta crisis sanitaria. Aun cuando sea difícil establecer las causas, la circulación de desinformación tiene efectos nocivos. Por eso, las iniciativas de fact checking, tanto las públicas y privadas como aquellas motorizadas por medios de comunicación, son centrales, no solo porque disminuyan los contenidos falsos, sino para poner en circulación información clara, generada por autoridades sanitarias y asociaciones profesionales, que alcance consenso sobre la definición de los problemas y las vías para solucionarlos.

Las redes sociales son un vector de la propagación de desinformación, pero también los medios digitales y audiovisuales son responsables de las falsedades creadas sobre la pandemia, así que la inquietud sobre el rol de los periodistas frente a las fake news es elocuente, en particular en una época donde la experticia se ha puesto en cuestión, afirma Silvio Waisbord. Sin embargo, atribuirles tamaña responsabilidad a las trabajadoras y a los trabajadores de prensa supone reconocerles una capacidad desmedida de generar información con efecto de realidad. Es decir, debatir sobre la instancia de producción y difusión de desinformaciones es importante, pero insuficiente. En parte, porque el éxito de una fake news reside en que sea aceptada y compartida por público de a pie. De allí, la necesidad de incorporar una pregunta complementaria: ¿quiénes y por qué viralizan fake news? ¿Cuán efectivas son en el diálogo político virtual?

Un experimento de fact checking que involucra información sobre la incidencia de la pandemia y el uso de vacunas (del que participaron recientemente quienes firman este artículo y contó con la colaboración del BID y la organización Chequeado) muestra que las personas se resisten a difundir la corrección de contenidos espurios cuando esta no se alinea con su posición y sus identidades.

En uno de los experimentos, un grupo de personas fue expuesto a un posteo en redes sociales emitido por un medio de comunicación alineado con el oficialismo o la oposición -Clarín o Página/12, por caso- y se le preguntó si compartiría el tuit. Se trataba de una noticia publicada con idéntico texto en octubre de 2020 y en mayo de 2021, que afirmaba: “Argentina es el país con más muertes por covid por millón de habitantes al día en el mundo”.

Esta noticia era falsa en octubre de 2020, pero verdadera en mayo de 2021, cuando penetró la variante Delta del coronavirus. Como se presumía, el tuit fue más compartido por las personas encuestadas identificadas con la oposición partidaria que por las oficialistas. ¿Por qué esa disparidad? Lo que atrajo a las opositoras fue que se tratara de una novedad negativa para el Gobierno; la misma percepción de perjuicio que desmotivó a las personas partidarias del Gobierno para socializar el posteo.

Más interesante aun fue el efecto que generó la corrección, en la que alternaron las etiquetas de “Falso” y “Verdadero”, aleatoriamente. Quienes habían compartido el tuit original, luego calificado como “falso”, se resistieron a compartir la verificación. Además, atribuyeron un sesgo ideológico al fact checker y desconfiaron de su reputación. En cambio, quienes se disgustaron con el tuit original que perjudicaba al Gobierno, sintieron motivación a retuitear la adjudicación como “falsa”.

Varios factores explican esta reacción. Primero, los discursos políticos y mediáticos en redes sociales interpelan afectivamente. Más que racionalizaciones exhaustivas, las personas activan o bloquean mensajes y usuarios según cómo las afecta emocionalmente. El razonamiento motivado en el intercambio discursivo lleva a aceptar información que protege las identidades preexistentes.

Segundo, la acción de fact checking no sólo habla del contenido. Es, también, un mensaje dirigido al interlocutor, a quien se le “advierte” que hizo algo erróneo, equivocado y éticamente reprobable. Así es percibido y, por ese motivo, la verificación puede ser objeto de descrédito y pérdida de reputación. Tal como afirma el investigador Tobby Bolsen, la identidad partidaria “les da color” a las interpretaciones de los eventos políticos. En definitiva, no sólo las fake news polarizan; también las intervenciones de verificación están atravesadas por el conflicto.

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